Mauricio Merino
El Universal
25/02/2015
Lo que se está gestando en México es un movimiento de conciencia: no es un partido nuevo, ni una organización articulada en torno de un liderazgo emergente, ni quiere hacerse de un espacio en la representación pública, ni busca colocar personas afines en puestos clave. La movilización que está teniendo lugar en nuestro país, a un tiempo, más difusa pero más extendida en la conciencia común. Por eso es más desafiante para los defensores del status quo.
En la lógica tradicional del régimen, sería mejor que ese movimiento tuviera un líder identificable o un grupo con quien negociar o un manifiesto qué contradecir. Pero siendo un movimiento de conciencia cada vez más potente, le está resultando difícil contenerlo con los medios habituales de los que suelen echar mano los operadores de siempre: ¿A quién debe acusarse y de qué, si el movimiento tiene muchas cabezas y miles de voces que, sin ponerse de acuerdo, van adoptando las mismas ideas? ¿Con quién debe negociarse o a quién debe reprimirse? Si esas voces no emanan de los partidos, ni de la representación política habitual, ni están concentradas en una sola organización, ¿con quién o contra quién tendría el régimen que enderezar la estrategia de defensa del status quo y sus beneficiarios?
Tengo para mí que este movimiento representa el mayor desafío que ha enfrentado el régimen desde el último tercio del siglo XX. De un lado, porque sus interlocutores formales están rebasados por las mismas causas que dieron origen a estas circunstancias inéditas: los partidos de oposición ya no resisten ni apoyan, porque se han encerrado en sí mismos; y de otro, porque las respuestas tradicionales que ofrecen los poderosos no alcanzan para comunicar prácticamente nada. Su mejor argumento no sólo es conservador, sino circular: defienden lo que hay, simplemente porque ya existe; porque así son las cosas. Entre ellos no hay ninguna elaboración medianamente sofisticada: todo es operación política práctica para mantener el status quo.
El problema es que ya es imposible mantener el status quo. Podrán ganar elecciones en junio y volver a repartir puestos y presupuestos; podrán seguir fingiendo que los gobiernos están preparados para resolver los problemas y podrán seguir haciendo obras públicas y repartiendo dinero a cambio de disciplinas; podrán seguir simulando la existencia de un sistema de seguridad y justicia formales. El escenario del teatro ya está montado para las próximas elecciones, incluyendo el reparto de los papeles de ganador, perdedor y agraviado. Pero la conciencia de la sociedad mexicana ya está gestando el rechazo al montaje. La gente ya sabe que se trata de una puesta en escena y que lo único cierto es el interés de esos actores por mantener el reparto de los papeles intacto.
Allá la reforma política, acá la reforma económica, después la reforma anticorrupción. Todo da igual, porque a la hora de tomar decisiones lo único que salta a la vista es la obstinación bien remunerada de esos actores para dejar las cosas tal como están, añadiendo algún maquillaje. Excepto por la conciencia que va brotando por todos lados y que va mostrando que el siervo ya no quiere reconocer al señor. No es un esclavo ni una agrupación de libertos, sino muchos y creciendo por todas partes sin una organización y sin un guión previos, que vamos sumando nuestras conciencias a este movimiento inconexo y que, a la postre, podría significar la mayor crisis de este régimen que pasó rápido de la ilusión democrática al gobierno de los corruptos.
Es imposible pensar que habrá atajos. Estamos condenados a pasar por el trago amargo del largo plazo: por un movimiento de conciencia que habrá de cursar, en el mejor de los casos, por la vida de una generación completa para ir limpiando la casa. Las buenas noticias son, acaso, que ese movimiento ya comenzó y que nada es más poderoso que la conciencia colectiva puesta en acción.