Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
13/01/2020
La tragedia en Torreón exhibe descuidos, incapacidades y evasivas del poder político. Como se consideran obligadas a explicarlo todo, las autoridades improvisan respuestas simplistas para un asunto que amerita indagaciones complejas. La prisa del gobernador de Coahuila para culpar a los videojuegos es paradigmática de la búsqueda de soluciones fáciles y, sobre todo, de causantes ajenos.
El diagnóstico que, a su vez, ofrece a botepronto el presidente de la República, confirma la apreciación esquemática que tiene de la realidad y su talante profundamente conservador. Cuando dice que enfrentará desgracias como la de Torreón “trabajando por la integración de las familias y el fortalecimiento de los valores”, el licenciado López Obrador vuelve a confundir sus responsabilidades.
Las familias, dicho sea en pertinente plural, no tienen un esquema único. Las hay de diversa índole y la manera como se cumple su “integración” es asunto de cada una de ellas. Pretender que exista un modelo de familia que determine la manera en que se articulan, además de discriminatorio resulta reaccionario. La promoción de valores cívicos y sociales desde luego es importante y es tarea de la escuela y la sociedad, pero no resuelve la proliferación de la violencia ni ataja episodios como el que ocurrió en el Colegio Cervantes.
Achacar a los videojuegos o a los medios de comunicación los comportamientos antisociales de algunos niños y adolescentes se ha convertido en otro recurso simplista y a la postre fallido. Desde hace más de medio siglo la investigación académica demostró que no hay una relación mecánica entre la exposición a contenidos de carácter violento y la conducta de las personas. Un niño puede mirar programas saturados de sangre y golpes y no por ello saldrá a la calle convertido en buscapleitos. De la misma manera, niños y jóvenes se sumergen en el mundo virtual de los videojuegos pero cuando se desconectan de ellos saben distinguir esa fantasía de la realidad de la que forman parte.
A lo que sí pueden contribuir los contenidos violentos es a detonar conductas violentas en individuos con problemas emocionales o en contextos especialmente conflictivos. Por eso, igual que con la navegación en internet, los niños tendrían que estar acompañados por adultos y sobre todo, debería evitarse que consumieran contenidos que no son adecuados para su edad.
Para entender la tragedia en Torreón será necesario atender a numerosas aristas biográficas y sociales. La circunstancia del jovencito asesino debe haber sido esencial y menudearán los reproches y las medidas de prevención para tratar de saldar ese episodio. Pero más allá de todas esas explicaciones y enmiendas, será preciso reconocer que el desventurado José Ángel no habría cometido ese crimen, ni se habría quitado la vida, si no hubiera tenido a su alcance las armas de fuego que llevó a la escuela.
El Estado no puede impedir que haya personas, de la edad que sea, acongojadas al grado de querer atentar contra quienes les rodean. Lo que sí puede y debe hacer es restringir y sancionar la disponibilidad de armas de fuego y ésa es la tarea en la que, desde hace largo tiempo, ha fracasado el Estado en México. Ya nos contarán por qué el jovencito de Torreón tenía acceso a ese par de pistolas, cómo aprendió a utilizarlas con tan malhadada precisión y por qué se convirtió en criminal. El desastre en Torreón suscitará emotivos discursos contra la propagación de la violencia y la vulnerabilidad del respeto a los otros. Todo eso será adecuado y cierto. Pero esa y otras tragedias no ocurrirían si el acceso a las armas de fuego no resultase tan sencillo.
Tal ha sido la lección, como bien sabemos, que han dejado los frecuentes crímenes en escuelas y otros recintos públicos en Estados Unidos. Allá, los intereses financieros y las convicciones conservadoras que defienden la venta y posesión de armas han promovido explicaciones engañosas para encubrir el problema principal. En aquel país el discurso de derechas sostiene que los atentados se deben a la violencia en videojuegos y medios, así como a la desintegración familiar. Aquí también.
A ese diagnóstico errado, pero además ideologizado, le siguen medidas inútiles o insuficientes. Revisar las mochilas, además de la tortuosidad que implica a la hora de entrada en las escuelas, implica transgresiones a la privacía de los jóvenes. La inutilidad del programa “Mochila Segura” ha sido descrita así por la investigadora Catalina Pérez Correa: “Los pocos estudios que se han realizado sobre el tema apuntan a que la revisión no disminuye el ingreso de armas o sustancias ilícitas a los planteles escolares. Los estudiantes que quieren ingresar objetos prohibidos saben que sus pertenencias pueden ser revisadas y, si deciden ingresarlos, no los llevan en sus mochilas. Lo que sí se decomisa, en cambio, de acuerdo con algunos reportajes, son cosas como maquillaje, condones, pastillas anticonceptivas, cigarrillos, latas de aerosol, teléfonos celulares o cómics” (El Universal, 22 de agosto de 2017).
A la violencia no se le combate con medidas confiscatorias sino con un Estado de derecho digno de ese nombre. La conciencia cívica de la sociedad, por otra parte, la construye ella misma y en ese proceso lo mejor que puede hacer el Estado es garantizar la circulación de ideas y la transparencia de la información. En este episodio, sin embargo, el gobierno federal tuvo un dejo de censura.
El viernes 10 de enero, poco después de que se conocieron los hechos en el Colegio Cervantes, la Secretaría de Gobernación difundió un comunicado dirigido “A directores de medios impresos y digitales” para evitar que se difundieran imágenes y datos de niños y jóvenes involucrados en esa tragedia. La “Dirección general de medios impresos” de esa Secretaría dio entre otras la siguiente instrucción: “Los medios de comunicación no deben difundir imágenes, voz, nombre, datos personales, o cualquier otra referencia que permita la identificación de niñas, niños o adolescentes, aun cuando se modifiquen, difuminen o no se especifiquen sus identidades”. Con ello se evitó que se hicieran públicos no sólo la identidad de víctimas y testigos sino también la del jovencito homicida.
Para expedir esas indicaciones, Gobernación dijo apoyarse en la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes. Pero esa Ley no impide la difusión de datos de menores de edad involucrados en delitos sino su difusión de tal manera que los coloque en riesgo. El Artículo 80 establece:
“Los medios de comunicación deberán asegurarse que las imágenes, voz o datos a difundir, no pongan en peligro, de forma individual o colectiva, la vida, integridad, dignidad o vulneren el ejercicio de derechos de niñas, niños y adolescentes, aun cuando se modifiquen, se difuminen o no se especifiquen sus identidades, y evitarán la difusión de imágenes o noticias que propicien o sean tendentes a su discriminación, criminalización o estigmatización, en contravención a las disposiciones aplicables”.
Si la Ley se refiere a la manera como se difunden imágenes, sonidos e información sobre menores de edad, es porque reconoce que en los medios hay inevitables alusiones a ellos. Con esa disposición se busca impedir la propagación de contenidos que los exhiban de tal manera que se les ponga en riesgo pero no se inhibe la difusión de información en donde se les mencione.
La Secretaría de Gobernación advirtió a los medios en ese comunicado: “No está permitido difundir datos personales de niñas, niños o adolescentes relacionados con la comisión de un delito, ya sean autores, víctimas o testigos”.
Lo que dice la Ley es que las autoridades “garantizarán la protección de la identidad e intimidad de niñas, niños y adolescentes que sean víctimas, ofendidos, testigos o que estén relacionados de cualquier manera en la comisión de un delito, a fin de evitar su identificación pública”. Eso se refiere a averiguaciones, expedientes y al proceso judicial. Cuando Gobernación advierte “no está permitido difundir” e incluye de manera expresa al autor de los homicidios incurre en una actitud de censura. Al incluir en ese apercibimiento a los medios digitales, la Segob asume funciones que las leyes no le confieren.
Se podrá decir que el nombre y las imágenes del jovencito que con nueve balazos mató a una maestra, hirió a cinco de sus compañeros y se suicidó, no son relevantes. Pero si a algún medio o a sus lectores y espectadores les parece que esa información sí les interesa, no tiene por qué vetarse su difusión.
Si la Secretaría de Gobernación está preocupada por los derechos de los niños y la propagación de la violencia, podría encauzar esa inquietud para revisar los horarios de transmisión de contenidos violentos y para adultos en televisión y radio. Hace varios años el Reglamento que se ocupa de ese asunto fue modificado a fin de que el horario en el que se permite la transmisión de programas para mayores de 18 años fuese adelantado de las 22, a las 21 horas. A las nueve de la noche hay niños y jovencitos que ven televisión. El cabildeo de las televisoras, que venden más cuando exhiben más violencia y contenidos para adultos, ha pesado más que el interés de los menores de edad.