Ricardo Becerra
La Crónica
19/01/2020
El buen economista español Antón Costas, en El País, publicó hace unos días una reflexión para la nueva década con este pregunta: ¿Aguantaríamos otra crisis? Nuestras sociedades tan lastimadas, malheridas, malhumoradas y angustiadas por el futuro ¿soportarían una nueva caída como la de 2008?
Y su visión es no, definitivamente no, porque lo que queda del “Estado de bienestar” es ya muy limitado y los niveles de desarreglo, miedo y expectativas rotas entre millones y millones, nos colocan en escenarios más cercanos a los años 20 del siglo pasado, en esos parajes previos a los fascismos (https://tinyurl.com/sbk5xa4). O sea: el mundo está en un riesgo de retroceso civilizatorio muy real.
Conocemos cómo llegamos aquí: después de la Segunda Guerra Mundial el capitalismo y la democracia lograron un acuerdo, un arreglo social que dio estabilidad y prosperidad como nunca antes habíase visto y a la que llamó Estado de Bienestar. Sobre todas las cosas, era un compromiso político y social en el cual se admitía la propiedad, la riqueza, la desigualdad básica pero donde, los más ricos, se comprometían a una fórmula de redistribución vía impuestos, de modo que todos los habitantes de esos países quedarían incluidos en un sistema que proveía educación, salud, pensiones y una protección puntual del Estado ante las contingencias de la vida.
El welfare state basado en el consenso keynesiano, edificó la mejor época del capitalismo: crecimiento económico, distribución del ingreso y certezas esenciales para la población, que ahora llamamos cohesión social. Así, se volvieron ejemplares las sociedades escandinavas, Canadá, Estado Unidos, Japón, Francia, Alemania y en general el mundo desarrollado. El capitalismo fue, por primera vez, también legítimo.
En lo fundamental los Estados de Bienestar dieron eso a dos generaciones, entre 1940 y 1980, estaban soportados por una estructura tributaria muy robusta pero… hizo crisis. Un coctel de razones que estallaron en los años setenta minaron las capacidades para dar esa calidad de vida a la siguiente generación que estaría condenada a la intemperie insolidaria del neoliberalismo (aunque en México nunca llegamos, siquiera a parecernos). Y nos dice Costas, en buena medida éste es el marco de la lucha política e ideológica del último medio siglo: el capitalismo redistributivo o el capitalismo concentrador que ha venido a denunciar Piketty.
En los años setenta, gracias a las facilidades de movimiento de los capitales financieros, los grandes intereses, corporativos y empresas medianas comenzaron a cumplir su propia profecía, pues dejaron de pagar impuestos en sus países (8-10 por ciento del PIB, según Piketty) radicando en alguna otra parte del mundo su producción, su riqueza y su contabilidad. Los gobiernos entraron en crisis fiscales y los Estados de Bienestar ya no fueron sostenibles por esa merma tributaria autocumplida.
El mundo se configuraba a imagen y semejanza de las teorías liberales, pues en efecto, la contrarrevolución de los más ricos popularizó los prejuicios en contra de los impuestos y en contra de la acción del Estado. Al cabo, lo que tenemos es la ansiedad y la inseguridad social que hoy estalla por todas partes bajo formas dramáticas y violentas y cuyo sino es la demanda por populismo: un gobierno que lance redes de seguridad social, aunque sean precarias, interesadas y clientelares. Pero que lance algo.
Los Estados de Bienestar están ahí, sobreviven, pero ya no pueden brindar las certezas vitales que le ofrecieron a dos generaciones, y su declive provoca un miedo generalizado. Las protestas en París, por ejemplo, tienen como trasfondo la crisis de pensiones que ha hecho insostenible ese derecho para los franceses. Inglaterra quiere largarse de la Unión Europea por la quiebra de los servicios de salud, cuya culpa pública se transfiere “a los extranjeros”. Y Santiago de Chile escenificó la protesta más grande de su historia, con legiones de jóvenes que saben que no habrá futuro a través de su sistema educativo, que se ha vuelto, a las claras, un gran estacionamiento social.
Entonces, el debate del mundo es triple: la necedad neoliberal, mantener la liberalización de los mercados de capital, bajos impuestos, individualismo, insolidaridad e inestabilidad por falta de regulación. Populismo: respuesta a la angustia y los miedos de la mayoría vía transferencias directas, líderes sin molestos impuestos, siempre impopulares, sacrificando libertades y derechos. O el intento socialdemócrata (y de alguna vertiente socialcristiana) para rescatar el Estado de Bienestar, el contrato social redistributivo explícito, para la cohesión de una sociedad y, de paso, vivir en libertad. Escojan.