Ricardo Becerra
La Crónica
17/12/2017
Como quería James Mangan, sobre los escombros y las cosas tristes o trágicas, danzan fantasmas hasta que se destruyen, hasta que se cubren, se olvidan, se exorcizan o… hasta que llegan los bomberos.
No necesito explicar a los lectores qué es, ni qué pasó en el Colegio Enrique Rebsamen de Tlalpan, el 19 de septiembre. Probablemente la peor de todas las tragedias ocurridas en la Ciudad de México durante el sismo porque allí murieron niños.
Lo que siguió fue otra pesadilla.
Un cúmulo de 18 familias —la mitad, adultos mayores— quedaron petrificados en el tiempo porque no todo el edificio se colapsó, sino que quedó en pie (pero inclinado) un muro de cinco pisos, amenazando a todo un conjunto habitacional contiguo. De hecho, el muro que fue parte del desdichado colegio se mantenía en pie, precisamente porque una barrera de madera y hierro se recargaba en una de las construcciones de la unidad.
El problema, como se sabe, es que hay una investigación penal, criminal, contra la directora dueña del Colegio. Y el muro amenazante forma parte de la investigación judicial, por lo tanto, los vecinos no podían entrar a sus casas hasta no cerrar tal investigación. Hace quince días, la Comisión de Reconstrucción de la Ciudad de México, conoció el caso y puso manos a la obra. El Procurador de la Ciudad, con mucho sentido, entendió que la indagatoria estaba generando esos “daños colaterales” en un lugar habitado casi a la mitad, por adultos mayores. Y el Procurador rápidamente, sin burocratismos, hizo una investigación con expertos para hallar una solución eficiente. La puso en manos de la Comisión y es la siguiente:
Demoler piso y medio del edificio que asustaba como una sombra maligna y tabicada a los habitante de Tamboreo 21.
Luego, colocar un gran tubo que fungirá como “túnel de seguridad” a las personas y sin riesgo, entrar a sus casas para volver a cierta normalidad, es decir, poder dormir en sus cuartos, habitar en el piso que compraron con esfuerzo, trabajo y constancia (casi todos son dueños, propietarios) que invirtieron el trabajo de toda su vida, para —precisamente— tener la seguridad de un hogar suyo.
Dos señoras encantadoras, jóvenes de 67 años, enfermaron de bronconeumonía por la exposición constante al frío y la necesidad de cuidar sus propiedades.
La solución fueron ellos, los bomberos, mejor, el H. Cuerpo de Bomberos que en diez horas derrumbaron la amenaza sin parar, con una vocación, una comprensión humana y un empuje que dejó boquiabierto a los vecinos y a quien esto escribe: la sombra fantasmal de una enorme pared fue eliminada con una pasmosa eficacia por una cuadrilla de 30 fortachones que se juegan el pellejo por los habitantes de la Ciudad.
No exagero. Pueden ver las fotos y los testimonios de la hazaña en la página de la cdmx.reconstrucción.
Lo que interesa subrayar aquí es que en una circunstancia tan grave, tan brutal, tan masiva y extendida, no debemos actuar de modo ordinario, “normal”. La Ciudad (como dijo el Jefe de Gobierno, antier) debe echar mano de todo su poder y de todos sus instrumentos, debe actuar de manera extraordinaria en situación extraordinaria.
Papeles, oficios, peticiones pueden ir y venir. Pero alguna gente (cada vez menos, por fortuna) sigue estando en la calle. Sacarla de allí, darle curso a una vida normal, significa disolver la emergencia. Y ayer los bomberos de la Ciudad lo hicieron posible, en diez horas.
Es entrega, es arriesgar el pellejo, es heroísmo sin remilgos. Una de bomberos.