Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
13/04/2017
En el embrollo de violencia e inseguridad en el que está metido México, uno de los elementos más relevantes es la falta de eficacia, la corrupción y la dependencia política de los ministerios públicos, tanto del fuero común como del fuero federal. Se trata de un problema muy serio, pues está en la base de la tremenda impunidad de los delitos persistente en el país.
Tradicionalmente han sido las procuradurías las encargadas de la investigación de los delitos, con las antiguas policías judiciales, después transformadas en ministeriales, como responsables de la tarea con base en la cual los ministerios públicos presentan sus casos ante los jueces. Se trata de cuerpos muy poco capacitados, sin una estructura profesional que establezca criterios claros de reclutamiento, promoción y permanencia basados en el mérito y la honradez probada, en lo que ha imperado la corrupción más evidente y escandalosa. Esos cuerpos policiales han sido de los principales vendedores de protecciones particulares, en los que campearon fenómenos tan aberrantes como las llamadas “madrinas”: agentes informales pagados por los propios policías judiciales con los recursos obtenidos de la corrupción para hacer el trabajo sucio, penetrar en el crimen, obtener pruebas sin cumplir con la ley, negociar con los delincuentes y cumplir con cuotas de culpables, muchas veces inventados.
Los agentes del ministerio público, que supuestamente deben ser profesionales especializados con capacidad de armar casos y presentarlos con pruebas sólidas ante los jueces, tampoco tienen la preparación necesaria ni forman parte de cuerpos profesionales con criterios claros de carrera. Tradicionalmente fueron, como casi toda la burocracia, nombramientos políticos de los gobernadores, sin los conocimientos profesionales suficientes para su labor, a pesar de la obligación de poseer el título de licenciado en derecho. Hace años leí un estudio sobre el desempeño de estos funcionarios en todo el país. No recuerdo la referencia (la perdí en algún cambio de computadora), pero sus conclusiones eran aterradoras, pues los investigadores habían aplicado un examen general de conocimientos jurídicos a una muestra representativa de agentes del ministerio público tanto locales como federales y el 80 por ciento no había obtenido una calificación aprobatoria.
Desde luego, estos agentes mal preparados y que han obtenido el puesto de manera clientelista son extraordinariamente proclives a la corrupción y no son capaces de armar los casos con eficacia. En los tiempos del viejo sistema de justicia penal, en la que todo el proceso se llevaba a cabo por escrito, bastaba con leer los alegatos presentados ante los jueces para comprobar que los abogados responsables de representar a la sociedad eran prácticamente analfabetos, con un lenguaje limitado y mal articulado. Desde luego que los jueces tampoco eran muy quisquillosos, y como también dependían de los ejecutivos locales, por lo general daban por buenos los casos presentados, sin demasiados cuestionamientos.
Con el cambio al sistema penal acusatorio, se han hecho más evidentes las debilidades de las procuradurías. Hoy los ministerios públicos no hacen otra cosa, en las audiencias orales de los nuevos juicios, que leer las mismas actas mal escritas de siempre y en la mayoría de los estados el cambio ha sido de nombre y cuando mucho cosmético, cuando las antiguas procuradurías se han comenzado a llamar fiscalías. Y ese riesgo se corre también con la creación de la Fiscalía General que sustituirá a la hedionda Procuraduría General de la República.
La procuraduría federal fue tradicionalmente un nombramiento del Presidente de la República, sin ningún contrapeso. Más recientemente, se le sometió al aval del senado, pero el ejecutivo conservó la libre remoción del cargo, por lo que poca autonomía se logró con el requisito. Se trata hoy de un cargo político, que desde luego va a cuidar los intereses de su jefe y va actuar de acuerdo a ellos en los casos más relevantes, mientras que presta menos atención a aquellos sin provecho partidista. La autonomía constitucional es, sin duda, el primer paso para revertir la fuerte politización de sus actuaciones y de sus inhibiciones. Sin embargo, el cambio constitucional se hizo de manera mañosa y en los transitorios del reformado artículo 102 se metió la trampa: el primer fiscal pretendidamente autónomo sería el Procurador en funciones, designado por el Presidente con la aprobación del Senado, y quedaría en el cargo por nueve años, mientras que toda la estructura de la contrahecha PGR y todo su personal serían heredados por la “nueva” fiscalía, con lo cual nacería con todas las taras de su antecesora.
La presión de numerosos académicos y activistas de la sociedad civil ante el descaro del nombramiento de un valido presidencial como el Procurador que tendría el pase automático a fiscal llevó a que el propio Presidente Peña Nieto enviara una iniciativa para eliminar el transitorio despropósito. Sin embargo, la propuesta del ejecutivo se queda corta, pues no modifica el proceso de designación, para hacerlo más abierto y transparente y evitar que se impongan los criterios políticos y partidistas frente a los de capacidad profesional, autonomía y probidad demostrada, ni detiene la transferencia automática del personal de la aceda procu a la nueva fiscalía.
Desde luego el tema del nombramiento del titular es crucial, pero también lo es el diseño institucional del nuevo cuerpo. El proceso de transición debe estar cuidadosamente pensado, para desechar toda la podredumbre que lastra a hoy a la PGR. No todos los funcionarios actuales deben pasar al nuevo cuerpo; a muchos habrá que jubilarlos o despedirlos, para reclutar nuevo personal muy bien capacitado, mientras que solo los mejores y claramente probos de los actuales integrantes del cuerpo deben pasar al nuevo organismo. El diseño debe incluir criterios claros de carrera profesional, entre los cuales el reclutamiento debe ser el más cuidado.
Finalmente está el tema del rediseño de las fiscalías especiales. Sin duda, estas deben tener independencia técnica y los recursos suficientes para operar, pero también deben tener objetivos precisos y responsabilidades claras. El caso que mejor conozco, el de la FEPADE, es un claro ejemplo de lo que no se debe reproducir en el nuevo modelo: una fiscalía electoral inútil que ni siquiera se centra en lo primordial, que debería ser rastrear los recursos ilegales de los que se nutren las campañas. Ahí el nuevo diseño debe poner especial cuidado.