Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
12/03/2015
Durante la última semana ocurrió en México un hecho novedoso: lo que usualmente hubiera sido una discusión detrás de los canceles del Senado, apenas con taquígrafos y con poca luz, se convirtió en un debate nacional en el que se involucraron miles de ciudadanos. La presentación de la terna para elegir al sustituto del fallecido Sergio Valls como ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sorprendentemente logró involucrar a miles de voces que reclamaron su derecho a ser escuchadas y que cuestionaron con argumentos la decisión política de sentar en el máximo tribunal del país a Eduardo Medina Mora.
Las designaciones de ministros de la Corte suelen ser acontecimientos que pasan inadvertidos para el gran público. El debate en torno a las ternas postuladas por el Presidente de la República —entre las que los senadores deben ungir con el voto de las dos terceras partes de los presentes en la sesión a quien ocupará el puesto de juez supremo— suelen ser una cuestión de iniciados, ya sean juristas o políticos que conocen las trayectorias y las filias y fobias de los candidatos. Antes, en los tiempos del presidencialismo omnímodo de la época clásica del PRI, ni siquiera eso: el presidente señalaba con dedo flamígero y el agraciado vestía la toga. En esta ocasión las cosas fueron muy distintas.
El interés despertado por el nombramiento de un nuevo ministro tiene sin duda que ver con el papel que la Corte ha adquirido en la vida nacional. Antes, desde que Porfirio Díaz lo cortó las alas políticas al alto tribunal y lo sometió a los designios de su dictadura, y durante todo el tiempo del predominio incontestado del PRI, era sabido que la Corte representaba poco más que un espacio de ratificación de las decisiones políticas tomadas por el Supremo Poder Ejecutivo. Incluso cuando la Suprema, como se le decía coloquialmente, corregía un fallo relevante de algún tribunal inferior, seguro se trataba de un ejercicio de autocrítica del propio presidente. La división de poderes era una entelequia constitucional, una más de las instituciones imaginarias que componían el arreglo político mexicano.
Las cosas cambiaron con la reforma impulsada por Ernesto Zedillo al principio de su mandato, en 1995. Entonces, la SCJN adquirió nuevas funciones, que la convirtieron de hecho en un tribunal de constitucionalidad, lejos de las meras atribuciones de casación, sobre todo en materia de amparo, que antes la definieron. La reforma de 1995 fue para la construcción de la democracia mexicana tan importante o más que la legislación electoral del año siguiente, concreción del pacto oligárquico que se nos ha vendido como democracia. La reforma judicial de entonces aumentó sustancialmente la independencia de ese poder y convirtió a la Corte en un tribunal fundamental para regular las relaciones entre los poderes de la unión y entre los Estados y la Federación.
El papel político de la Corte creció enormemente a partir de entonces. Los debates jurídicos dejaron de ser algo inescrutable seguidos exclusivamente por estudiantes de derecho para adquirir dimensiones públicas. En un país donde ya no gobernaba un solo partido con una voz de mando única desde Los Pinos, la pluralidad, aunque limitada, obligaba a dirimir posiciones ideológicas reflejadas en la legislación y en la políticas públicas. En un entorno donde lo habitual ha sido la arbitrariedad del poder santificada por jueces a modo, la nueva composición de la Corte y sus nuevas atribuciones la convirtieron en un espacio de debate que en no pocas ocasiones ha resultado un auténtico contrapeso al capricho político y la injusticia. Con todos sus fallos, hemos visto en el tribunal superior del país un cambio sustancial en las últimas dos décadas.
Pero por lo visto la independencia del poder judicial, aunque incipiente, resulta incómoda a quienes hoy ejercen el poder y quisieran volver a los viejos buenos tiempos del monopolio. A pesar de sus deseos, saben que es imposible retrotraer al país a los años de plomo de Gustavo Díaz Ordaz y desde hace tiempo han buscado consolidar una coalición bipartidista conservadora de privilegios y prejuicios morales. Esa coalición ha sacado adelante su agenda de “reformas estructurales” como de manera machaconamente las han llamado y ha procurado estrechar los márgenes de pluralidad que se vislumbraron con el final del monopolio del PRI. La izquierda, incapaz de ocupar el centro político con un proyecto nacional innovador, nutrida mayoritariamente por los despojos del viejo partido único, acabó por hacerle el juego a la nueva coalición de poder integrada por cleptócratas y beatos.
Una Corte independiente puede ser un obstáculo para hacer avanzar al nuevo proyecto de hegemonía. No sólo se van a discutir ahí en última instancia muchos de los temas relativos a los derechos de propiedad derivados de las reformas económicas en curso, sino que también seguirán llegando al tribunal las cuestiones relativas a la nueva agenda de derechos de la diversidad social mexicana. Peña Nieto envió a Medina Mora como candidato a la Corte para pactar con el PAN los siguientes nombramientos. La mayoría de los senadores panistas lo apoyaron para enviarlo como revancha a la Corte que no declaró inconstitucional el aborto en la ciudad de México; Peña lo puso ahí como avanzada de un control que intentará consolidar con los nombramientos de los sustitutos de la ministra Sánchez Cordero y del ministro Silva Meza, que se retiran hacia final de este año.
Todo les hubiera salido muy bien —la discusión no habría pasado de algunos artículos críticos en la prensa y de unos votos en contra desde las ruinas de la izquierda— de no haber sido por el impulso que adquirió la voz ciudadana. Una carta promovida por tres profesores universitarios, que desde el programa de política de drogas del CIDE hemos analizado el desempeño como funcionario de Eduardo Mediana Mora y su papel en el desastre de la guerra contra las drogas de Calderón, logró concitar el apoyo de 55 mil ciudadanos en tan sólo unos cuantos días y sacó el debate de los cenáculos legislativos a la calle y a los medios nacionales —no a la televisión privada de siempre, de la cual se dice que es valedor el propio Medina—. El coro de indignación no se manifestó ni en denuestos ni en insultos, sino con argumentos: no sólo los de la carta inicial sino miles volcados en la plataforma que albergó la petición para que el Senado no encumbrara a Medina. Desde luego, ha sido la tecnología que le que ha permitido que el debate se abriera. En el ágora virtual, gracias a la existencia de un instrumento como Change.org la deliberación se volvió pública, se democratizó. Medina Mora respondió y pudimos rebatir su respuesta y miles se expresaron y reclamaron su derecho a que las decisiones políticas se tomen con base en argumentos, no sólo de acuerdo a intereses estrechos.
Lo ocurrido durante esta intensa semana de debate público es una muestra de que no todo está estancado en el pantano de la política mexicana. Si bien a la hora de la votación se impuso el pacto de poder, hubo senadores que votaron en consciencia dentro del propio PAN. El costo político de la imposición de un personaje que no ha mostrado aptitudes para el ejercicio ponderado de la justicia se elevó y puede ser un precedente para frenar al poder que no rinde cuentas.