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El debate público

Una niña violada

El poder del violador es la privación absoluta de los derechos de la persona violada. Integridad, autonomía, libertad, salud, se esfuman cuando un sujeto impone su voluntad sometiendo sexualmente a otro. Si la víctima es mujer –como sucede en 9 de 10 casos– también está en juego la libertad reproductiva.

El Estado tiene múltiples deberes ante este detestable fenómeno. En primer lugar un deber de prevención. En donde las autoridades funcionan, las violaciones deberían de ser inexistentes. La principal función estatal consiste en generar las condiciones que inhiben los abusos. Por eso, cuando una violación tiene lugar de alguna manera falló el Estado. No importa que el delito tenga lugar en el ámbito privado –una casa, una escuela, una iglesia, etc.–, porque el deber del Estado consiste en garantizar la seguridad en todos los ámbitos de nuestras vidas. En el caso concreto su función es la de implementar medidas que impidan que nadie ejerza un poder privado que subyugue ilegítimamente a nadie en contra de su voluntad.

Pero si el Estado falla en esa primera responsabilidad elemental se activa otra serie de deberes a su cargo. Por un lado se impone el deber de procurar e impartir justicia. El “acceso a la justicia” es el derecho de la víctima encapsulado en esta arista. Las autoridades deben investigar, identificar a los responsables y procesarlos judicialmente para que cumplan con la pena que su abuso merece. En esa vertiente decimos que el Estado debe combatir la impunidad. De hecho, al hacerlo, contribuye a la prevención y de alguna manera –tarde y mal porque la violencia existió– subsana su omisión original. Lo que inhibe el delito no es lo gravoso de la amenaza de la pena sino la certeza de la misma, nos enseñó Beccaria.

Pero también existen otros deberes para el Estado –que conllevan derechos de las víctimas– que deben activarse por cuerda separada. Cuando la prevención falló e independientemente de que se activen los mecanismos de procuración e impartición de justicia, las víctimas –en este caso de violación– tienen derecho a diversas formas de reparación. Las más inmediatas tienen que ver con la atención física y psicológica. La sociedad, a través de sus autoridades, tiene un deber de irrenunciable cuidado para las personas a las que no supo proteger. Cuando una violación sucede, el Estado no puede mirar hacia otro lado y nosotros no debemos permitir que lo haga. La prioridad deben ser las víctimas y sus derechos. De eso depende la decencia en una sociedad que pretende ser civilizada.

Un ámbito en particular relevante tiene que ver con los derechos reproductivos de las sobrevivientes de violación. A mi juicio este es el ámbito que merece mayor protección, reparación y cuidado. Si el Estado falló en su deber de protección y sin importar lo que suceda en el terreno de la justicia penal, de nuevo la sociedad a través de sus autoridades debe brindar los servicios de salud para que ninguna mujer violada sea revictimizada. Esto, entre otras cosas, supone brindar los servicios de salud necesarios –sin dilaciones ni condicionamientos– para, si fuera el caso y si así lo decide, pueda interrumpir un eventual embarazo. El punto me parece tan evidente que estaría tentado a dejarlo por sentado. Pero hacerlo implicaría ignorar la agenda de organizaciones, iglesias y personas que, aun en estos casos, instrumentalizan el cuerpo de las mujeres con afanes reproductivos.

De hecho en estos días se discute en la Suprema Corte la constitucionalidad de una norma nacional de salud –NOM 046– que, después de muchos avatares, permite a las víctimas de violación –incluso a menores– acceder al aborto en todos los centros de salud en México. La norma está en sintonía con lo que la Ley General de Víctimas y la Ley General de Salud establecen, pero el gobernador de Baja California y algunos legisladores de este estado y de Aguascalientes piensan que las cosas son distintas y las mujeres violadas deben tener un aval o autorización –de una institución o persona tutora de su voluntad– para obtener el servicio médico al que –según la propia Corte (amparos en revisión 601/2017 y 1170/2017) tiene derecho tras la violación de su cuerpo, de su voluntad, de su persona.

Esas personas piensan –porque así lo han argumentado las organizaciones de las que forman parte– que incluso para las niñas –sí, niñas de 10, 11, 12 años– que han sido violadas y embarazadas es mejor parir que obtener el mínimo resarcimiento que una sociedad y un Estado que no supieron protegerlas deberían brindarles. Para colmo, las mismas personas también piensan que son los buenos de la historia…