México atraviesa por un pasaje conflictivo, extremadamente polarizado, cargado de problemas sin solución aparente, dentro de un escenario determinado por el estancamiento económico y una violencia social y criminal en una escala nunca vista. En esta coyuntura tan grave y delicada, que aconsejaría prudencia y búsqueda de acuerdos, sin embargo, tanto el gobierno como su coalición, siguen respondiendo con la divisa fija y única del cambio por el cambio mismo. Una fuga hacia adelante.
Se propugna por una transformación –retóricamente, sin diagnósticos presentados con rigor, sin propiciar una deliberación pública cuidadosa, con improvisación y mucha prisa- tal como ya ha ocurrido en otros campos de la vida nacional y que afectan ya a los mexicanos. El ejemplo del sistema de salud es el más claro por dramático, pero la misma pauta impulsiva se repite en otros asuntos vitales, como la política de seguridad, la migratoria, la ambiental, la educativa o los derechos humanos.
Más que una transformación, lo que presenciamos es el desmantelamiento sin fórmulas sólidas, viables, bien discutidas que mejoren o sustituyan aquello que con tanta facilidad se califica y se condena como “viejo”.
De ese modo apresurado se plantea ahora una nueva reforma electoral promovida en la agenda de la mayoría legislativa y que repite la pauta descrita más arriba, con ingredientes adicionales muy preocupantes:
- Se trata de un cambio electoral que por primera vez es exigido por la coalición triunfadora y no por la oposición. Todas las reformas democratizadoras de nuestro país han tenido como motivación esencial, la incorporación de las demandas y las impugnaciones de la oposición, de las corrientes minoritarias para poner límites a la intervención gubernamental en las elecciones y construir un sistema equitativo. Paradójicamente, en esta ocasión, la exigencia de cambios a las reglas electorales viene precisamente de la mayoría en el gobierno.
- Los cambios que proponen y que son conocidos hasta ahora, no son nuevos. Por el contrario, son típicos de las agendas declaradas o promovidas por quienes han asumido el poder en las últimas décadas. Igual que los Presidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto la lista de modificaciones conocida hasta hoy busca minar la autonomía política del órgano electoral (rotación del Presidente del INE y terminación anticipada del período de los Consejeros), reducir el pluralismo acortando la representación proporcional, atraer hacia el gobierno los datos biométricos del padrón electoral y cortar recursos a las oposiciones para restarles su capacidad competitiva. Con variantes, se trata de agendas similares a las que se presentaron en sexenios pasados (minimizar la representación proporcional, restar prerrogativas a los partidos y entregar los datos personales contenidos en el padrón electoral al gobierno en turno, por ejemplo).
- No menos importante: en esta reforma no hay un para qué, tampoco se esgrimen valores democráticos ni razones fundamentales que sustenten ese cambio más allá del sacro mandamiento de “la austeridad”. Nos encontramos así, ante un planteamiento huérfano de argumentos y puramente instrumental.
Por eso el Instituto de Estudios para la Transición Democrática (IETD), quiere hacer un llamado de atención a la opinión pública, al Congreso, a las instituciones electorales y a los partidos políticos, para exigir un debate racional y riguroso sobre los cambios y las continuidades necesarias para nuestra vida electoral y democrática.
Para nosotros una reforma electoral –de ocurrir- debe tomar en cuenta el escenario que vivirá la política mexicana en el 2021: elegiremos –completa- a la Cámara de Diputados, a 15 gobernadores (la mitad del país), a 30 Congresos estatales y a 1,930 presidencias municipales. Se trata del reemplazo de poder político más importante en el México contemporáneo. Por ello no tiene ningún sentido improvisar, experimentar instituciones o procedimientos fraguados con prisa, para sustituir lo que ha probado su solvencia y eficacia. Lo que está en juego, más allá de los cargos en sí mismos, es la convivencia pluralista, la competencia justa, la estabilidad política de la nación y sus conflictivos territorios.
No obstante la magnitud de la elección de 2021, debemos dotar también y urgentemente de un para qué, espíritu y sentido democrático a la reforma y ofrecer el diagnóstico público de los problemas centrales. En nuestra opinión son cinco los ejes que cualquier reforma democrática debería poner al frente:
- La genuina representatividad en el Congreso. Nunca más una fuerza política que se apropie de más escaños que los votos que la ciudadanía le otorgó (por ejemplo Morena y su Coalición obtuvieron en conjunto el 43.6 por ciento de los votos y sin embargo cuentan con el 61.6 por ciento de las posiciones en la Cámara de Diputados, en violación al límite constitucional). La búsqueda de fórmulas que traduzcan exactamente sufragios en escaños es el principal avance democrático que puede ofrecer esta legislatura. Debe cerrarse el paso a las estratagemas que tuercen la ley y la defraudan, pues nuestra Constitución señala que en ningún caso la diferencia entre votos y escaños debe ser superior al ocho por ciento.
- En segundo lugar, preservar la columna vertebral de la organización electoral que es fuente de certeza y de confianza de toda elección que se celebra en México. Sobre cualquier otra cosa, la integridad del padrón electoral y por tanto, la revisión constitucional para que una institución autónoma como el INE –y no el gobierno en turno- se haga cargo de la custodia de los datos de las mexicanas y mexicanos y de la emisión de la cédula de identidad universal (también para menores de 18 años).
- Por otro lado, es imperativa la regulación de los programas sociales cuyas razones de existencia pueden ser totalmente legítimas, pero por eso mismo, su ejecución ha de quedar supervisada, sujeta a reglas de operación transparentes y fuera de toda sospecha de uso electoral.
- La Cámara de Diputados no puede repetir el espectáculo vivido en la Cámara Alta con la ilegal designación de la presidencia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). La selección de los cuatro nuevos consejeros electorales debe estar fuera de toda duda, privilegiando el consenso en torno a la competencia profesional, el conocimiento técnico, la independencia de cualquier partido y la honestidad probada, no supuesta. En la autonomía política de la autoridad electoral se juega la credibilidad de los comicios y la estabilidad política del país. En esa medida la autonomía y la imparcialidad, conviene al gobierno como conviene al conjunto de fuerzas políticas de México.
- Finalmente, el piso parejo. Resulta indispensable mantener los criterios de asignación equitativa de recursos a partidos políticos. Puede discutirse los montos de esos recursos pero no el reparto equitativo, ni tampoco ignorar las consecuencias desiguales implícitas en una medida así. Digámoslo claramente: no es lo mismo recortar recursos a un partido de oposición que a un partido dueño del conjunto de posiciones del poder ejecutivo, que dispone del aparato federal completo y el de varios estados. La demanda de equidad ha sido crucial para la democracia mexicana y es un elemento que explica la intensidad de nuestra vida política y las muchas alternancias en el poder público, incluyendo la de Morena y el Presidente López Obrador. En el terreno electoral, la equidad es un principio al que no se puede renunciar.
Estas son nuestras premisas (pluralismo, proporcionalidad, imparcialidad, certeza y equidad) traducidas a una agenda mínima democrática y que creemos, debería presidir la inminente discusión electoral.
Frente el ímpetu del “cambio” por el cambio mismo, pedimos análisis, ponderación, una evaluación pública de lo que debe modificarse pero también de lo que se debe mantener porque ha sido, una y otra vez, probado en miles de comicios. El sistema electoral mexicano funciona, y el triunfo de Morena y su coalición es la prueba viviente de ese hecho. Mantener esa certeza pasa por garantizar los recursos suficientes para el proceso 2020-21 y dejar de utilizar el talismán de la ciega “austeridad” como ariete contra el Instituto Nacional Electoral.
Ninguna fuerza, ninguna mayoría tiene derecho a ajustar las reglas del juego democrático por sí sola y a su propia conveniencia, pues si algo hemos aprendido en el ciclo democrático de treinta años, es que las normas electorales, como ninguna otra, deben ser fruto del consenso de los actores que acuden al juego electoral.
Y algo más: la nueva mayoría legislativa y el Ejecutivo Federal le deben al país entero una única muestra exigible de lealtad democrática: volver a competir con los mismos principios, criterios y reglas con las que llegaron al poder, ni más ni menos. Esa es la lealtad requerida en la nuestra, como en cualquier otra, genuina, democracia.
POR EL INSTITUTO DE ESTUDIOS PARA LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA (IETD):
Firman:
Adrián Acosta, Antonio Azuela, Elsa Cadena, Rosaura Cadena, Agustín Castilla, Salomón Chertorivski, Enrique Contreras, Rolando Cordera, Salvador De Lara, Sebastián De Lara, Jorge Delvalle, Antonio Franco, Christian Uziel García, Carlos Garza, Javier Gil, Anamari Gomís, Germán González Dávila, Sebastián Guevara, César Hernández, Jorge Hernández, Rollin Kent, Laura Koestinger, Marta Lamas, Sergio López Ayllón, Javier Martín Reyes, Patricia Mercado, María Cruz Mora, Paloma Mora, Rodrigo Morales, Patricia Ortega, David Pantoja, Patricia Pensado, Jacqueline Peschard, Paula Ramírez, Laura Reyna, María del Carmen Rodríguez, Ariel Rodríguez Kuri, Alejandra Rojas, Rosa Rojas, Jorge Javier Romero, Pedro Salazar, Luis Salgado, Armando Sánchez, Mariano Sánchez, Eduardo Sepúlveda, Raúl Trejo Delarbre, Jaime Trejo, Leonardo Valdés Zurita y Manuel Vargas Mena.
Junta de Gobierno: Carlos Flores, Paulina Gutiérrez, Luis Emilio Giménez Cacho, Hortensia Santiago, Rosa Elena Montes de Oca, Enrique Provencio, José Woldenberg.
Ricardo Becerra (Presidente y responsable de la publicación).
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