Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
23/02/2017
La discusión sobre las iniciativas para expedir una Ley de Seguridad Interior ha tendido a polarizarse, al menos en los medios de comunicación, entre quienes consideran que la actuación de las fuerzas armadas ha tenido un impacto importante sobre los derechos humanos y las garantías constitucionales y aquellos que defienden la intervención del Ejército y la marina con el argumento de que su actuación ha sido patriótica y, por lo tanto, necesitan ser protegidas legalmente. Me parece que se trata de una simplificación y que el debate debe ser sacado de ese terreno para colocarlo en el de la evaluación de políticas, de manera que sea la evidencia la que muestre si se debe o no continuar por la ruta inaugurada hace una década por el Gobierno de Felipe Calderón o es indispensable dar un giro sustancial para conseguir los objetivos buscados.
El primer problema que enfrenta este planteamiento es que la política de operativos conjuntos con la participación de las fuerzas armadas para combatir a la delincuencia organizada se echó a andar sin un diagnóstico claro sobre la situación en la que se iba a intervenir o, peor, con una interpretación equivocada o trucada. Más allá de salirle al paso a la situación de pérdida de control territorial por parte del gobierno de Michoacán, el despliegue de las fuerzas armadas en aquel estado no parece haber estado acompañado de un diseño de política sobre lo que seguiría después, para recomponer los cuerpos civiles de seguridad, reconstruir el tejido social y conseguir una seguridad ciudadana efectiva, lo que sin duda pasaba por la reconfiguración de la autoridad municipal con base en cuerpos burocráticos profesionales, relativamente despolitizados capaces de limitar tanto la depredación como la ineptitud de las autoridades electas. Lo que no se hizo en Michoacán tampoco se hizo en casi ningún otro lado donde se metió a las fuerzas armadas a recuperar el control territorial perdido a manos de la delincuencia.
Lo que acabó por ocurrir es que, una y otra vez, se ha usado a las fuerzas armadas para sacar a las organizaciones criminales de un sitio, pero cuando estas se retiran no cambia nada en la estructura del poder civil y sus prácticas de gestión: las mismas formas clientelistas, patrimonialistas y corruptas en las que se gestó la crisis quedan después de la salida de los cuerpos que atendieron la emergencia; los mismos cuerpos policiacos mal pagados y carentes de capacitación, las mismas condiciones de marginación social y pobreza que han abaratado el reclutamiento de las bandas, la misma falta de oportunidades.
La construcción de la ruta de salida de la situación trágica en la que se encuentra el país hoy debe pasar, en primer término, por una evaluación seria de lo que ha ocurrido en esta década sangrienta. Primero, el Gobierno de Felipe Calderón hizo explícito y difundió en su campaña publicitaria que lo hacían “para que la droga no llegue a tus hijos”, eslogan repetido machaconamente durante tres años mañana, tarde y noche en radio y televisión. ¿Se redujo en algo la disponibilidad de drogas gracias a los operativos? La respuesta indudable es que no. Se dijo que el objetivo era desmantelar a los carteles por medio de la captura o el “abatimiento” de sus líderes. Sin duda, cayeron varios capos, detenidos o muertos, pero, como cualquiera que haya estudiado economía y organización criminal sabe, mientras exista una demanda estable de drogas, el descabezamiento de las organizaciones solo lleva a que se desaten guerras de sucesión y se fragmenten los grupos, mientras el tráfico acabará por restablecerse.
También se dijo que se trataba de recuperar la seguridad de las personas en zonas que estaban bajo el control de organizaciones que chantajeaban y cobraban derecho de piso, robaban y secuestraban. En algunas regiones la población recuperó su seguridad, pero solo a costa de otras que resultaron afectadas por el efecto globo, consistente en que cuando se saca a un grupo criminal de alguna parte, este se desplaza a otra. Sin duda ha habido experiencias relativamente exitosas en estos diez años, pero son exactamente aquellas en las que se ha invertido en la construcción de cuerpos de seguridad civiles profesionales y eficaces.
El dato más contundente sobre el fracaso de la estrategia lo aporta el número de homicidios. Contra lo que Calderón dijo entonces, en 2006 no había una crisis nacional de violencia. De hecho, aquel fue el año más pacífico de toda la historia de México, con una tasa de nueve homicidios por cada cien mil habitantes. Este sexenio va a cerrar con 24 homicidios por cada cien mil habitantes, lo que significa un retroceso de más de treinta años en reducción de la violencia.
Existen, así, elementos suficientes para ver que estamos ante una estrategia de política pública fallida, que no ha conseguido los objetivos planteados y que ha generado una oleada de violencia sin precedentes. Entonces no tiene sentido expedir una ley para regularizar lo que equivocadamente se ha hecho, de manera dudosamente legal, durante dos lustros y dos gobiernos.
Mucho mejor harían los legisladores y el gobierno en plantear una nueva ruta. Nadie en su sano juicio puede plantear un cambio de política de la noche a la mañana, de golpe y porrazo. En cambio, se debe diseñar la nueva estrategia con un calendario gradual de sustitución. Una transformación modular, que empezara por hacer lo que no se ha hecho: una revisión general de la política nacional de seguridad, para poner recursos en el fortalecimiento y la reconstrucción de los cuerpos policiales civiles. Para ello, nos deberían decir por qué abandonaron la construcción de la gendarmería, cuál es el estado actual de la policía federal y cómo se encuentran, estado por estado, las policías locales.
Habrá circunstancias en la que no quede más remedio que enviar a las tropas a controlar una situación de emergencia. Para ello se debería reglamentar el artículo 29 constitucional, de manera que la suspensión de garantías no se haga arbitrariamente, como ocurre hoy en Tamaulipas, sino con un mandato acotado aprobado por el Congreso de la Unión, con estricta vigilancia legislativa y judicial y con la exigencia de rendición pública de cuentas de lo obtenido.
Por último, es indispensable que se definan las tareas de seguridad interior para las que, de acuerdo con el artículo 89 constitucional el ejecutivo puede echar mano de las fuerzas armadas. Estas deben quedar claramente delimitadas a la intervención en casos de desastre natural, epidemias, sedición armada de carácter político o intento de secesión por parte de una entidad federativa, de manera que se excluya definitivamente su uso en tareas de seguridad pública, pues esa es una responsabilidad de las autoridades civiles. Si un Gobernador o un alcalde es incapaz de cumplir con esa tarea, que rinda cuentas ante sus electores y ante la justicia.