Fuente: La Jornada
Rolando Cordera Campos
Por una de esas jugarretas que la historia suele hacernos, en los últimos veinte años se cambiaron los papeles del Estado y el mercado en prácticamente todo el orbe. Su resultado: la mano del primero se volvió invisible, mientras que la del segundo se impuso o quiso imponerse a todo lo largo de la vida privada y colectiva. Hoy, el gran enigma radica en la ubicación y la misión del Estado, mientras hacemos el inventario de daños y agravios que trajo consigo la conversión de la mercancía en la prueba única y final de la existencia.
En realidad, como ocurrió en Gran Bretaña en el siglo XIX, se trató de una utopía, pero de una utopía destructiva. Convertir a la naturaleza y al trabajo humano en simples objetos de intercambio mercantil no puede sino llevar a su degradación progresiva y de esta manera a la destrucción del hábitat, de la especie.
De aquí la reacción desencadenada en la patria de Dickens en defensa de los mínimos naturales y humanos, que llevaron a la edificación gradual de un régimen de bienestar social que pretendía proteger a la sociedad de «la cuna a la tumba». Así también los otros proyectos de la enorme mudanza capitalista de Europa que alcanzara su apogeo en el Estado de bienestar y los empeños actuales por afirmar y ampliar una «Europa social» que corone su unión extraordinaria.
Los grandes y pequeños proyectos de reforma social que marcaron por muchos años la transformación del Estado en el capitalismo avanzado, sufrieron los embates de la revolución neoliberal, no salieron indemnes, pero pudieron sobrevivir e incluso de avanzar en algunos aspectos cruciales de la nueva modernidad: los derechos reproductivos, la equidad de género, la incorporación plena de la mujer al trabajo, el poder y la política, la expansión de los derechos humanos a lo económico, lo social y lo cultural, etcétera. Hoy, esta capacidad de sobrevivir e incluso de ampliarse, constituye el principal activo histórico de esas sociedades para encarar la crisis global y fincar los cimientos de una nueva economía.
La historia nos enseña que estas iniciativas de corte histórico cruzan las posturas ideológicas y partidarias para volverse en muchos casos patrimonios del conjunto nacional. Así ocurrió en la fase de la reconstrucción europea y, a su manera, en Estados Unidos hasta el gobierno de Nixon, enemigo jurado de los demócratas y su padre conductor, Franklin Delano Roosevelt, que no chistó en declarar que «ahora, todos somos keynesianos».
Luego todo cambió. La economía heredada del gran pensador de Cambridge fue edulcorada hasta convertirse en una pretenciosa sucursal de las matemáticas y el cálculo actuarial: se olvidaron las enseñanzas duras de la depresión económica, los fascismos y la guerra, y la nueva economía clásica sentó sus reales en la academia y Wall Street. Arrancó la entronización del mercado cuyas sutilezas y misterios, que fascinaron a Adam Smith, se volvieron groseros patrones de conducta con los que se quiso reorganizar al conjunto de la sociedad.
No hay alternativa, postuló la señora Thatcher, y no hay tal cosa como «la sociedad». Así, diría Reagan, el Estado no puede ser el encargado de afrontar los problemas económicos y sociales, «el Estado es el problema». Y de ahí pa’l real.
La recepción de esta revolución por parte de las elites mexicanas se hizo con un peculiar sentido de pertenencia, que registraba una entusiasta dependencia cultural. Sin descanso, se pusieron en la picota la seguridad social, la inversión y las empresas públicas, los derechos colectivos, la educación básica y superior para las masas. Con arrogancia se renunció a la industrialización como proyecto y se apostó todo el desempeño económico a la sabiduría y la visibilización del mercado.
Cuando no se pudo desmantelarlos, se procedió a su congelamiento sostenido hasta volverlos piezas de museo, figuras encogidas, sin flexibilidad y sin capacidad para actuar en caso de emergencia. El Estado se redujo a su mínima expresión, mientras se soñaba con una sociedad de mercado cuyas eficiencias y racionalidades nunca llegaron. Lo que ahora se hizo visible sin clemencia fue la crisis del modelito y con ella la crisis profunda de un Estado sometido a un intenso tratamiento de shock.
Reconstruir institucionalmente la economía y el Estado es, aquí sí, la única, difícil, salida que tenemos. Pero para ello es indispensable poner de cabeza a la supuesta sabiduría convencional acuñada en estos años de frenesí liberista y volver a lo verdaderamente básico: el tejido social que sólo puede reproducirse a partir de un acuerdo en lo fundamental; y el (mal) llamado capital natural del que dependen nuestra reproducción y supervivencia.
No podremos siquiera empezar, si el ingenio se va en ocurrencias como la de vender impuestos como solidaridad con los pobres, o superar el monopolio o el corporativismo laboral atacando a los sindicatos o haciéndole el juego sucio a multinacionales de la minería o las cmunicaciones. Si éste es el único Estado visible que nos queda, más vale hablar del crepúsculo.