Rolando Cordera Campos
El Financiero
19/11/2020
Hace tiempo, por lo menos desde el estallido de la Gran Recesión, algunos hablaban del fin del capitalismo; otros, en cambio veían la necesidad de repensarlo. La añeja idea-hipótesis del “derrumbe”, cultivada al borde del abismo de entreguerras, empezó a circular con menos estruendo, pero con igual o mayor interés.
Así lo hicieron, entre otros, el teórico alemán Wolfgang Streeck (How Will Capitalism End?, Verso, 2016) y Robert Kuttner (Can Democracy Survive Global Capitalism?, Norton 2018); además de Mariana Mazzucato quien junto con su colega Michael Jacobs y un grupo de estudiosos, editaron excelentes y penetrantes ensayos de lo que en el pasado solíamos llamar las contradicciones centrales del sistema (Rethinking Capitalism: Economics and Policy for Sustainable and Inclusive Growth, John Wiley &Sons, 2016).
Nadie o muy pocos se atrevieron a precisar los perfiles del final, aunque todavía recuerdo la respuesta de Streeck, en el Old Theatre de London School of Economics, a la pregunta de si vivíamos ese final, diciendo: no sé cuándo ocurrirá, pero sí sé que de ocurrir será largo y doloroso.
Si bien con la pandemia y la doble o triple crisis desatada a su amparo, las visiones se han multiplicado y vuelto barrocas, cuando no abigarradas, y pocas se distancian de las imágenes medievales del fin del mundo o de aquellas alusivas a Dante y su Divina Comedia, lo cierto es que cada vez con mayor insistencia la expresión business as usual se ha vuelto no solo aburrida sino fútil e insustancial.
Los atufados analistas financieros que desde sus despachos rechazaban críticas y despreciaban señalamientos por las mil y un fallas que aquejaban a la recuperación y reforzaban los pecados de origen del capitalismo, renovado con la globalización y el entierro del Estado keynesiano, empezaron a dar risa o encontraron generoso refugio en los pasillos de algunos ricos y poderosos, pero sus colegas y superiores en las casas de inversión, los periódicos o estaciones de radio y tele, no se sentían muy presionados a seguir haciéndose eco de sus banalidades bien vestidas.
Con la pandemia y su cauda corrosiva en la salud, hoy las seguridades de ayer ya no lo son tanto, y las tan inconmovibles como incuestionadas confianzas en las reservas y energías del sistema, ya no dan mucho de sí. Con todo, lejos estamos de anunciar, como ayer se decía, el fin de la historia y esperar las trompetas del apocalipsis. No lo parece y de llegar, como lo advirtió el germano: va a doler.
Ejemplos hay en la historia; ocurrió con el Imperio Romano y las edades medias. También les cayó a los exsoviéticos y excomunistas que resintieron las crueles inclemencias del desempleo y la crisis cuando la fortaleza de acero se desplomó a partir de 1989.
Apostar a esas demoliciones requiere vocación de zapador y sensibilidad de piedra y no se está para eso. Si algo hemos empezado a aprender es que desechar mucho de lo logrado por considerarlo inútil o pernicioso, es negativo y contraproducente. Pretender transformar demoliendo ni conmueve ni ayuda a reconstruir o inventar mejores escenarios y panorama futuros. Conservar siempre es mejor que tirar columnas, sobre todo cuando el techo está sobre uno.
No deja de ser una lástima que el presidente y sus fieles ofrezcan como leit motiv que “son distintos” así como su gana indeclinable de hacer las cosas de otra forma. Y sí, distintos son, pero cuesta trabajo calificarlo hoy de buen gobierno y, por eso, poco tiene que ofrecer la 4T para encarar y resistir lo que viene. Sin remedio, será una marea turbulenta y plagada de corrientes de fondo, porque el gran vuelco político no trajo consigo columnas y talentos bien formados, como los que necesitan los pueblos para no ser tragados o alevantados por remolinos levantiscos.