Fuente: La Jornada
Rolando Cordera Campos
El informe del Inegi sobre los Ingresos y gastos de los hogares, y los cálculos del Coneval sobre la pobreza de ingresos revelaron fallas fundamentales de nuestra organización económica y política, y otras atribuibles a la coyuntura en que se levantó la encuesta. Se puede combinar ambos tipos de fenómenos pero hay que tratar de no confundirlos, para evitar que nos confundan.
El incremento de la pobreza había sido previsto: con el aumento desproporcionado del costo de la canasta básica, debido a la turbulencia mundial del mercado de alimentos y materias primas, no podría evitarse un repunte de la pobreza, que en gran medida se explica por unos ingresos medios tan bajos que sólo pueden dedicarse en lo fundamental a la alimentación y el cuidado individual y familiar de la salud. Es cierto que el gobierno podría haber destinado más recursos adicionales para atenuar este nuevo hueco en el presupuesto de los pobres, pero lo cierto es que el presupuesto federal es tan magro y rígido que eso era prácticamente imposible de instrumentar y, sobre todo, de sostener en el tiempo.
Esta coyuntura, además, pone al descubierto grietas espectaculares en el Estado y las relaciones sociales. En el Estado, se hace patente su secular incapacidad financiera para responder a sus obligaciones primordiales, como la seguridad pública y la social, que en nuestro caso sigue estrechamente ligada al abasto básico de nutrientes y medicinas. Asimismo, se evidencia de nuevo la afrentosa desorganización administrativa estatal que nutre una intratable rigidez burocrática donde la norma impide la acción pero induce a su diario incumplimiento, así como al desorden y la corrupción.
Como lo documentó oportunamente el Coneval, lo que aquí se entiende por política social es una selva de programas y programitas en todos los órdenes de gobierno que se traslapan y anulan, dando lugar a desperdicios enormes en el uso de los recursos financieros y la disposición de las capacidades humanas con que a pesar de todo cuenta el Estado. No se necesitaba del informe de Inegi para tomar nota de todo esto, pero con la crisis urge que la nueva legislatura asuma el reporte del consejo y empiece a poner orden en lo que se tiene para poder aspirar a tener pronto una política social digna de tal nombre.
En esta perspectiva, pensar en una descentralización de la política social puede ser irresponsable y hasta criminal, y punto menos que suicida. Sin un centro fuerte y con capacidad de normar, supervisar, prever y sustituir las fallas de la periferia receptora, no habrá sino más de lo mismo pero con menos y dividido entre 32: un federalismo salvaje y depredador de lo poco que el país tiene para encarar su máximo desafío que vuelve a ser el acentuado empobrecimiento de su sociedad.
Las advertencias son crueles y estentóreas: la emergencia de la influenza recorre el territorio y causa más bajas; el sistema nacional de salud vive en permanente estado de alerta sin posibilidad de superar la precariedad fundamental que lo caracteriza; el desempleo abierto cunde y arrincona las regiones más desarrolladas, sin que el subempleo o la emigración puedan paliarlo. México vive un nivel de inseguridad individual y colectiva que hace muy poco era propiedad exclusiva del catastrofismo milenarista.
La falla mayor expresa una combinatoria letal: una economía que no crece ni emplea y un Estado incapaz de proteger y desplegar una acción política concertada y oportuna. Aquí, la coyuntura sólo sirve como lente de aumento pero no permite alivio alguno; mucho menos la gestación de expectativas positivas como las que Hacienda se ha dedicado a vender y sembrar bajo la forma de ilusiones en un pronto repunte económico. De darse éste, harto improbable en lo inmediato, no traerá consigo una súbita recuperación sino un lento arrastrarse apenas por encima del fondo que se supone por fin tocamos. Y es en este lapso hipotético en el que el gobierno cifra sus esperanzas, donde se juega nuestro futuro para varios lustros, o décadas.
Las clases populares y medias han sido despojadas del filtro de un crecimiento económico y laboral que por mediocre que fuera les permitía mantenerse a cierta distancia de la pobreza material aguda. Hoy, su horizonte cercano es el empobrecimiento, y del empleo inseguro y precario se mueven a la ocupación sin adjetivos, a la búsqueda de refugios y placebos y el cultivo de una cultura de la resignación que, de implantarse, no puede tener como contraparte sino al cinismo vuelto régimen político.
Todo sistema social requiere de supuestos sobre el orden, las jerarquías, la moral. Del Estado más desarrollado y complejo al campo de concentración o exterminio, ésta es una necesidad que de no cubrirse sólo puede dar lugar al caos y la tentación de imponer y someter con el uso abierto y brutal de la violencia. De su monopolio legítimo a su legalización ilegítima, con cargo a una razón de Estado que no es sino la antesala del infierno.
Eso fue el fascismo y hasta allá llegaron o quisieron llegar las dictaduras conosureñas de los años setenta y ochenta. Y todo empezó con la derogación sistemática de la política y de la cultura, como matriz obligada de una razón histórica superior a la instrumental.
En esas experiencias desastrosas, a las que hay que añadir al estalinismo y sus derivadas, la humanidad tocó fondo. No hace mucho ni para siempre.