Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada
04/06/2015
En los últimos días se han intensificado las acciones para impedir la realización de la jornada electoral del próximo domingo, anunciadas durante meses como mecanismo de presión para conseguir otros cambios, en particular las demandas levantadas por la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación como parte de la impugnación global a la reforma educativa aprobada en 2013. Al contrario de los anulistas que expresan su desencanto negativamente sin salir del marco electoral, en este caso nos topamos con exigencias políticas y gremiales de grupos que, no satisfechos con declarar que no hay condiciones para elegir, se empeñan en probar la irrelevancia de ese derecho, lo cual es un grave retroceso en la lucha democrática secular por garantizar elecciones libres sin quebrantar la autonomía de los movimientos sociales.
Aunque la acción se concentra (hasta ayer miércoles) en determinadas localidades y regiones, y no en todo el país, donde, con más o menos abstención y abundantes conflictos poselectorales, se impondrá cierta normalidad, el rechazo prometido es una suerte de profecía autocumplida en un contexto sin salidas. Si la jornada electoral deriva en hechos de violencia, así sea en unos cuantos puntos del mapa electoral, es evidente que las repercusiones se dejarían sentir irresponsablemente en la ya enrarecida situación nacional. Y todos habremos perdido. La seguridad le toca ahora a las autoridades federales, estatales y municipales, pero la responsabilidad inmediata está en manos de los negociadores del magisterio y el gobierno, que tejen y destejen acuerdos y compromisos sin que la sociedad tenga una noción clara de por qué la reforma educativa es materia discutible para liberar o no de amenazas al proceso electoral.
2) Cuando se revisan los argumentos del desencanto que lleva a muchos a solicitar la anulación del voto es imposible no coincidir en el relato de nuestras desgracias. Pero el énfasis no puede colocarse sólo en la exigencia moral para que los políticos, así en general, cambien. Pienso que la democracia mexicana exige nuevos partidos –sí partidos, aunque se les llame de otro modo– con orientaciones y aspiraciones diferentes, con objetivos afincados en la realidad, pertrechados de principios éticos no intercambiables, y líneas de futuro construidas en la realidad, las cuales no pueden surgir por generación espontánea, sin un trabajo de esclarecimiento y organización, tanto más difícil y complicado porque vivimos arrastrando una crisis muy profunda como sociedad y como país (por no hablar de la izquierda en general). Para que la movilización social emergente pueda desplegarse y madurar sin ser aislada requiere contar con formaciones políticas a su lado, las que a su vez se nutren y vivifican con la savia de las causas populares. Oponer la acción reivindicativa a la lucha electoral no es una opción eficaz ni inteligente. Pero lograr dicha sintonía exige humildad, estudio y deseos de no tropezar dos veces con la misma piedra.
No es agradable reconocerlo, pero detrás de las mañas clientelares y la antipolítica que nos repugnan hay, además, despolitización a secas, desconfianza, atraso cívico y cultural, tanto en el lado más oscuro de la situación social, allí donde privan la desigualdad y las carencias redimensionadas por la violencia criminal, como en un universo derivado de las sucesivas modernizaciones fallidas, esa especie de interregno en el cual todo está pendiente (incluso en la intelectualidad), como una etérea realidad inacabada, suspendida entre el formalismo autocomplaciente de la ley y la imposibilidad de hacerla cumplir sin discrecionalidad conforme a las normas democráticas y a un proyecto nacional que en lo sustancial recoja las aspiraciones de la mayoría. Hay que abandonar los estereotipos para ver qué país somos más allá de los deseos.
Lo que está en crisis en este México de hoy es esa ambigüedad atroz, la sobrevivencia de relaciones y valores del pasado solapados (o destruidos) por la falsa conciencia de la modernidad capitalista, neoliberal, cohesionada por la corrupción que degrada la convivencia a una impostación permanente. Allí, en ese espacio de nadie, fragmentario, siempre improvisado, irrumpe la delincuencia organizada como cuchillo en mantequilla. Ese modelo es el que está en crisis.
Salir de esta situación exigirá en el futuro inmediato una revisión a fondo del estado que guarda la vida pública en México, a sabiendas de que estamos ante el riesgo de fracturas mayores que no serán afrontadas mediante los códigos desgastados del pasado. En un país dividido, donde la convivencia empeora, es imposible sustraerse a la necesidad de optar, tomar partido y actuar en defensa de un proyecto de gran aliento. Para la izquierda no hay otro camino que el unir fuerzas, así sea en un amplio frente. Lo otro es el suicidio bipartidista. Las elecciones del domingo, dadas las circunstancias, son la antesala de las del próximo 2018. Y sus resultados regirán lo que queda del sexenio. A votar.