José Woldenberg
El Universal
08/12/2020
¿Cuántos diputados debe tener cada partido? Es una pregunta elemental y fundamental. Y la respuesta evidente y sencilla es que ello depende de la votación alcanzada, es decir, del respaldo ciudadano logrado en las urnas.
¿Qué sucede, sin embargo, cuando en la relación entre votos y escaños no existe una proporción medianamente armónica? Qué con un porcentaje X de votos se alcanza una X incrementada de asientos de manera desproporcionada. Pues que el principio de representación, base de todo sistema democrático, se vulnera.
Eso pasó en los comicios de 2018, cuando la coalición Juntos Haremos Historia con el 45.9% de los votos válidos alcanzó el 61.6% de los diputados, es decir, 15.7% más (Hay que señalar que el resto de los partidos, dispersos, lograron el 54.1% de los votos, pero solo el 38.4% de los escaños). Una traducción de votos en escaños que transgredió la idea de que la representación debe ser similar al número de votos logrado.
El asunto es más grave aún porque expresamente la Constitución establece que entre votos y representantes no puede haber una diferencia mayor del 8%.
Quizá para entender cabalmente el asunto sea necesario un poco de historia, aunque sea de manera panorámica. Durante las primeras seis reformas político-electorales (1977, 1986, 1989-90, 1993, 1994 y 1996) el tema siempre estuvo en la mesa de discusión. E invariablemente aparecieron dos posiciones antagónicas. Quienes demandaban una traducción estrictamente proporcional de votos en escaños, es decir, que si un partido obtenía 20% de los votos acabara teniendo 20% de diputados, y quienes, a nombre de la gobernabilidad, siempre tenían argumentos para “premiar” a la eventual mayoría relativa de votos con un plus que le permitiera convertirse en mayoría absoluta de representantes. Los primeros siempre fueron los partidos de izquierda y los segundos los legisladores del PRI. Los primeros subrayaban el principio de representatividad y los segundos el de gobernabilidad.
Fue en 1996, cuando en una negociación pragmática, los partidos acordaron la fórmula que ya tiene 24 años de vigencia. Ni representación proporcional estricta ni una sobrerrepresentación que acabara distorsionando la voluntad popular. Colocaron en la Constitución, en el artículo 54, que “en ningún caso, un partido político podrá contar con un número de diputados por ambos principios (uni y plurinominales) que representen un porcentaje del total de la Cámara que exceda en ocho puntos a su porcentaje de votación nacional”. Ello se cumplió de manera cabal hasta 2009, fecha en la que las coaliciones electorales aparecían en la boleta en un mismo espacio, pero en 2012 y 2015, dado que los partidos coaligados aparecían cada uno en un espacio diferente en la boleta, los ganadores se beneficiaron respectivamente de un 0.2% y 1.7% más de lo que prescribe la Constitución. Sin embargo, los casi 16 puntos de diferencia entre votos y escaños (el doble de lo que permite la Constitución) de 2018 develó con mayor fuerza la vulnerabilidad de la fórmula de asignación de los plurinominales.
Al parecer en el INE no se ponen de acuerdo en torno a un proyecto que desde ahora evite el fraude a la Constitución. Sin embargo, no tienen escape. Si no es ahora, tendrán que lidiar con ese toro en el momento del reparto de los diputados plurinominales. Y sus opciones serán claras: a) se atiende a la Constitución o b) de nuevo se erosiona el principio de representatividad.