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El debate público

…Y lo que falta

Mauricio Merino

El Universal

25/03/2015

En medio de las tribulaciones que han sacudido a México, es justo reconocer el trabajo que han hecho los legisladores federales para darnos un aliento de esperanza con la aprobación de las reformas en materia de transparencia y combate a la corrupción; la primera, procesada con éxito por el Senado, y la segunda por la Cámara de Diputados, ambas con la participación franca y el debate abierto entre muy diversas organizaciones de la sociedad civil y la academia: algo muy poco frecuente en las prácticas parlamentarias del país, que se agradece en todo lo que vale, tanto por lo inédito de esas deliberaciones como por el momento en el que sucedieron.
No obstante, es preciso subrayar que ese trabajo está inconcluso y que la tarea pendiente no puede darse por sentada. En principio, porque ambas reformas apenas han cruzado la calle para entrar a la cámara siguiente: la Ley General de Transparencia espera la aprobación de los diputados federales, mientras que el Sistema Nacional Anticorrupción —reforma constitucional—, la de los senadores y la mayoría de los congresos estatales. Y en los dos casos, se corre el riesgo de que la instancia revisora no se conforme con el trabajo de la cámara de origen o, incluso, que durante la aprobación de los cambios constitucionales, los legisladores estatales decidan caminar con pies de plomo.
Nadie podría reprochar el derecho que asiste a los legisladores para enmendar la plana a sus colegas. Pero lo cierto es que esa posibilidad debe leerse (en este caso) como un riesgo y no como una oportunidad porque, de hacerlo, cada coma que se modifique a las minutas tendría que volver a discutirse y aprobarse entre los legisladores que originaron los proyectos; y tomando en cuenta la batalla electoral en curso, ya nadie podría apostar con certidumbre al resultado. Y mucho menos, si éste acaba dependiendo de la composición de la próxima legislatura. Una sola chispa encendida en medio de esa hierba seca produciría un incendio.
Las reformas aprobadas no son perfectas: ni los senadores ni los diputados hicieron obras de arte. Pero los resultados de ambos procesos deliberativos no sólo reflejan el mundo matizado de la pluralidad política sino que ofrecen una perspectiva que, aun con todos sus defectos y ausencias, sería imposible imaginar siquiera con las normas y las instituciones que hoy están vigentes. Tratar de mejorarlas en el margen, aun de buena fe y con argumentos válidos, podría dar al traste con el consenso penosamente construido para buscar que lo posible se haga realidad.
Por lo demás, esos cambios son apenas el principio de un largo recorrido cuyo éxito no está garantizado de antemano. Falta diseñar y aprobar la Ley General de Archivos —de cuyo contenido potencial no sabemos nada— y faltan las normas para la protección de datos personales, ordenadas también por la Constitución. Y de aprobarse el Sistema Anticorrupción, vendría detrás una larga lista de mudanzas para modificar el marco que regularía las responsabilidades administrativas de los servidores públicos, la coordinación entre las instituciones destinadas a combatir ese fenómeno mortal y el diseño de los nuevos órganos que integrarían el sistema, entre muchas otras cosas por hacer.
Cada uno de esos pasos traerá, a su vez, nuevos desafíos, nuevas deliberaciones y —ojalá— nuevos consensos. De modo que, a pesar de las buenas noticias que hemos recibido de las cámaras en estos días, lo cierto es que la tarea está lejos de haberse completado. Sería una mezquindad no reconocer el compromiso de quienes dieron la batalla para que esas reformas iniciaran su camino; pero sería un error mayúsculo suponer que ya tocamos tierra. El trayecto que debe recorrerse para fijar las normas y los procedimientos necesarios para garantizar la transparencia y combatir la corrupción es todavía muy largo; tanto como el desencanto acumulado y el trabajo de una generación completa para mitigarlo.