Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
27/11/2017
Así tituló don Daniel Cosío Villegas uno de sus memorables artículos en Excélsior, el 14 de febrero de 1969. El de entonces, como les constó a los estudiantes agredidos cuatro meses antes, era un país autoritario. La sociedad emergente que intentaba expresarse era desdeñada e incluso reprimida. En la prensa había una uniformidad forzosa, con escasas y arriesgadas excepciones. El Presidente concentraba facultades formales e informales y tenía en sus manos el control del sistema político. De la voluntad presidencial dependía quién lo sucedería sin que la opinión de otras voces tuviera que ser considerada. El tapadismo era costumbre política, tradición autocrática, expresión de esa voluntad única y formaba parte de una picaresca en la cual, a falta de democracia, se amparaban los ciudadanos comenzando por los comentaristas políticos.
Ahora el tapadismo, y el dedazo que lo resuelve, son parte de “la liturgia del PRI” según el presidente Enrique Peña Nieto. No todos los priistas comulgan con esa costumbre, pero pocos lo dicen de manera abierta. El tapadismo y su obediente aceptación constituyen prácticas antidemocráticas, pero además regresivas, que hace medio siglo suscitaban el irónico asombro de Cosío Villegas y que Peña Nieto y su partido han recuperado.
Aquel profesor de El Colegio de México se maravillaba ante la discreción, la perseverancia y la disciplina de quienes aspiraban a ser beneficiados por la decisión sexenal. “Desde el día mismo en que reciben sus nombramientos, los secretarios de Estado comienzan a taparse, a cerrarse, a ocultarse, a disimular y callar… pero no totalmente, porque entonces serán olvidados, inclusive por el Presidente de la República, en definitiva el desgarrador del velo que oculta al Tapado. El verdadero juego es tan endemoniadamente difícil y mortal, como bailar en la cuerda floja sin pértiga visible, a cincuenta metros de altura y sin malla abajo. El juego consiste en hacerse presente, pero en manera alguna omnipresente; en caer siempre en el fondo del escenario, jamás al pie de las candilejas, y eso, como ángel alado, posándose allí levemente para crear la duda de si esa presencia no es, después de todo, mera ilusión óptica”.
Esa costumbre, hace 49 años, suscitaba ironías como las de don Daniel. Si en aquel tiempo ya era síntoma de atraso y esclerosis políticos, hoy en día el tapadismo expresa el mantenimiento de una vieja política que no se ha ido a pesar de que el país, el mundo y sobre todo los mexicanos, han cambiado radicalmente.
Quizá el ritual del destape tenía sentido en el contexto del país políticamente maniatado, sin partidos capaces de rivalizar con el PRI, delante de una sociedad refrenada y resignada. Los mexicanos asistían, estupefactos, a la caprichosa y distante consagración del nuevo depositario del mando sexenal. La única limitación del casi absoluto poder presidencial radicaba en que no se extendería por más de seis años. A cambio de ello, el presidente designaba a su sucesor.
El sistema político en esos tiempos era piramidal, con un control vertical, precisamente, desde el vértice de aquella estructura autoritaria. El Congreso era de una monotonía tediosa y previsible. El poder judicial no era ni lo uno, ni lo otro. El PRI, que jamás ha sido homogéneo, se cohesionaba en torno a la figura presidencial no por convicción sino por conveniencia y no había política institucional fuera de sus filas.
Los medios de comunicación eran dócil caja de resonancia de las decisiones, y cuando hacía falta también de las murmuraciones del poder. Los columnistas políticos apostaban a descifrar los guiños que surgían de la casa presidencial y de cuando en cuando de algún ministerio. Los enterados no eran quienes accedían a informaciones reservadas sino aquellos capaces de ver señales en donde el resto de los mortales sólo apreciaba actitudes y declaraciones rutinarias. Aquel, desde luego, no era periodismo sino profecía. Y esos profetas, como los de estirpe bíblica, sólo acertaban si tenían inspiración divina. El dedo presidencial a veces era tan veleidoso, o tan juguetón, que diseminaba indicios para anticipar, pero también para confundir respecto de sus decisiones.
La sociedad presenciaba ese juego críptico y autoritario desde la lejanía respecto del poder político. El destape atraería a los mexicanos que esperaban obtener favores del así señalado, pero, para la gran mayoría, era una decisión que tal vez ocasionaba curiosidad, pero de ninguna manera entusiasmo, ni compromiso.
El contraste con aquel país de hace medio siglo resulta evidente. Hoy existen contrapesos y reglas, que no siempre funcionan, pero que son patrimonio irrenunciable de la sociedad, para acotar y equilibrar el poder del Presidente. El Revolucionario Institucional hace tiempo perdió no sólo la exclusividad del quehacer político sino incluso la confianza de la mayor parte de los mexicanos. Las tropelías de importantes personajes de ese partido han sido develadas y en algunos casos castigadas. La corrupción dista de haber desaparecido, pero es posible señalarla y documentarla.
Entre los ciudadanos hay un ánimo crítico que incluso llega al desdén expreso por la política y los políticos. En los medios de comunicación se manifiestan muy diversas voces. La vida pública ya no está acaparada por la preponderancia presidencial.
Las costumbres de la vieja política son diametralmente antitéticas con esa vida pública de nuestros días. La transparencia en el quehacer público, que ha sido exigencia y logro de la sociedad activa, es del todo contradictoria con la decisión de un señor que de manera unilateral, sin explicación ni rendición de cuentas, toma en la soledad de sus aposentos la decisión más importante para el partido político de más tradición en México.
La creación de reglas claras y equitativas tanto para la competencia entre los partidos como para la convivencia dentro de cada uno de ellos, entra en colisión con la discrecionalidad del destape. El PRI, independientemente de la opinión que nos merezcan su trayectoria y los abusos de muchos de sus integrantes, es un partido de masas y millones de mexicanos todavía se identifican con él. La sujeción de ese partido a la decisión de una sola persona da cuenta de la forzada ausencia de juego político a su interior, pero, sobre todo, del poder que mantiene el Presidente de la República.
En esta sociedad sintonizada con los cambios políticos en muy variadas latitudes, enterada aunque sea con distorsiones a partir de abundantes mensajes en Twitter, capaz de entretenerse con memes y Netflix, el ritual del destape es un espectáculo ajeno, soso y enojoso.
A estas alturas, el tapadismo es una costumbre sin más sentido que la intención para evidenciar que el Presidente saliente conserva la capacidad de nombrar a su sucesor. Peña Nieto ha dicho que así como cada partido tiene sus prácticas y en cada religión hay tradiciones, el PRI tiene su liturgia, sus tiempos y sus ritmos. Es significativo el símil con la religión, que se sustenta en la fe de quienes deciden compartir en los dogmas de cada credo. Peña no comprende que si el país ha establecido reglas, contrapesos y transparencia para los asuntos públicos, es porque los mexicanos no queremos una política sustentada en dogmas ni en personajes providenciales.
Peña Nieto, en esta última gran decisión, es un político a la vieja usanza que no ha tenido aptitud para mirar ni entender al país, sus exigencias y sus cambios. Hecho a la usanza de prácticas arcaicas, se ha entretenido jugando al suspenso o aparentando que lo hace. Cuando uno de sus allegados altera ese guión y parece anticiparse a un destape que es privilegio sólo de uno, Peña se disgusta y acomowda de nuevo el tablero. Cómo se divertiría Cosío Villegas con esa mascarada, pero también de qué manera se inquietaría si pudiese constatar que, en un segmento de la política mexicana, el reloj se echó para atrás al menos medio siglo.
La forma es fondo, decía Jesús Reyes Heroles para subrayar la importancia de las costumbres, las actitudes y las normas en el quehacer político. Pero en este regreso al pasado priista la forma lo es todo. El destape es una práctica hueca, sin reglas, amorfa, indeterminada.
En la tradición del dedazo, sostener que el programa tiene preeminencia sobre el nombre no es más que inverosímil e ineficaz coartada. El destape es la consagración del nombre. Quien sea que resulte beneficiado, jilgueros políticos, columnistas a modo, huestes priistas y desde luego los hasta entonces aspirantes participarán de esa unánime coincidencia. Dirán que el así destapado es el mejor, el más preparado, el más competitivo, el mejor calificado, el más querido, el único. Destape y dedazo tenían sentido en la lógica de un sistema antidemocrático en donde el beneficiario de aquella decisión sería, salvo un cataclismo político, el próximo Presidente de la República. Ahora, sometido el PRI a una contienda política de pronóstico absolutamente incierto, destape y dedazo son expresiones de una liturgia sin fieles convencidos ni oficiante convincente.