Categorías
El debate público

‘El Chapo’ y nosotros

José Woldenberg

Reforma

21/01/2016

La recaptura de El Chapo, pero sobre todo su tratamiento en los medios y las redes, devela mucho de lo que somos como sociedad y como Estado (por cierto, dos dimensiones conectadas, con innumerables puentes de contacto, y no escindidas y autónomas, como piensan muchos). Vivimos -no solo nosotros- bajo los códigos de la civilización del espectáculo, como lo escribiera Mario Vargas Llosa; y para mal, no creo que sean reversibles.

Un destacado actor de Hollywood, «caracterizado» como periodista, se convierte en un amplificador de los dichos de un potente criminal; una actriz, encandilada, entra en contacto con él y al parecer está dispuesta a realizar negocios con el fugitivo; y dependencias gubernamentales, no identificadas, filtran información de esas relaciones, convirtiendo lo que debería ser la impartición de justicia en un show mediático. ¿Cuáles son los nutrientes de esa situación? ¿Por qué tantas personas ven con naturalidad la actuación de unos y otros?

El performance de los actores combina dosis diferentes de candidez, estulticia moral, confusión entre el mundo de la ficción y la realidad y seducción por la fama. El candor aparece como deslumbramiento y declinación del juicio ante los poderosos, los célebres, los que son noticia. «Sr. Chapo, ¿no estaría bien que empezara a traficar con el bien?». La sandez moral viene de lejos y es social: la glorificación de los narcos a través de corridos, series televisivas, películas, no es un fenómeno novedoso. Se nutre de un cierto infantilismo «libertario» que se reafirma siempre frente a la autoridad y se cree superior a ella (el antiautoritarismo de antaño -real, comprometido, difícil- convertido en una mueca insulsa contra la autoridad). Súmenle a ello los rescoldos del machismo, las leyendas de los bandidos buenos y la idea predominante de que la ética es un asunto del pasado remoto, y el cuadro se completa (o casi). El batidillo que surge de empalmar secuencias fílmicas y las realidades que las nutren parece ser una atrofia extendida en el mundo del espectáculo (las muestras de comprensión y solidaridad entre los actores no son más que complicidades gremiales indolentes). Y la fama es la brújula de la vida, la aspiración más relevante. Hay una búsqueda insaciable por expandir la visibilidad pública. Aquella conseja cínica: «que hablen de ti aunque sea mal», parece corroer cualquier otra consideración. Escucho a un comentarista decir: «Será lo que sea, pero subieron sus bonos, su cotización».

Las autoridades, por su parte, ponen en manos de los medios, conversaciones, intercambios de mensajes, elementos de eventuales pesquisas, convirtiendo posibles actos delictivos en un espectáculo. Los medios reclaman información, el público se asoma a la intimidad de los famosos, el cotilleo inunda el espacio. Todos contentos. El «pequeño» problema es que por esa vía la justicia se hace imposible. El juicio mediático precede al juicio a secas y empaña las posibilidades de la justicia. Imaginemos que en España se hubiera ido filtrando a la prensa que se investigaba a Moreira. Un dicho por aquí, un documento por allá, una insinuación acullá. No sólo se estaría erosionando el, hoy famoso, debido proceso, sino se habría alertado al presunto culpable, el cual ni de loco hubiera aterrizado en Barajas. Pues bien, si se presume alguna actividad delictiva, el Ministerio Público está obligado a armar el expediente con sigilo, presentar lo investigado ante un juez, ofrecer todas las garantías para la defensa de los posibles culpables… (Me siento un memo, por la última retahíla, pero en fin…).

Las batallas de opinión pública se dan hoy en los códigos impuestos por la cultura del espectáculo: vistosidad, colorido, melodrama, seducción, fuegos artificiales. Explotar el mínimo común denominador en las audiencias, ofrecer diversión a las masas, generar temas que se sucedan unos a los otros y se evaporen sin dejar huella. Recuerdo a los payasos en los circos. Llamaban la atención de los niños con un golpe de vista: los colores chillones en su vestuario, los zapatones desbordados, el maquillaje luminoso, las pelucas estrambóticas, eran suficientes como puerta de entrada a un mundo placentero, de regocijo fácil y evasión instantánea. Hoy, todos tenemos algo de payasos. Llamamos la atención con recursos balines y un público infantilizado aplaude todo lo que se le dé, venga de donde venga, siempre y cuando lo divierta y entretenga. Las dos palabras claves de la vida convertida en un show.