Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
09/06/2016
De las elecciones del domingo pasado quedan muchas cosas por decir y analizar. La imagen de un país donde, a pesar de todos los lamentos, el voto sirve al menos para desenquistar a quienes detentan el poder de manera atrabiliaria, patrimonialista o simplemente ineficiente, ¬aunque no necesariamente permita poner en los cargos a los mejores, se afirma elección tras elección, entre gritos y sombrerazos, acusaciones y denuestos, carretadas de billetes e intentos de manipulación clientelista. Esa es la democracia que hemos logrado construir hasta ahora, en un proceso gradual de institucionalización que está lejos de concluir y que, de seguro, no alcanzará nunca una forma definitiva, pues la política, como todo producto social, es un proceso fluido de transformación permanente.
Una vez que la polvareda baje y deje ver con claridad el panorama después de la batalla, habrá que evaluar estado por estado qué posiciones ideológicas triunfaron, cuáles serán las condiciones de gobernabilidad para los próximos años, qué consecuencias tendrán estos resultados para las elecciones de 2018. Que el PAN se fortalece enormemente es una obviedad, pero como ningún partido es un bloque monolítico, la correlación de fuerzas entre las dos almas de ese partido –como las llamaba Alonso Lujambio– será un elemento que influirá en la batalla apenas abierta por la candidatura presidencial por venir. ¿Primará el PAN liberal y demócrata de Javier Corral, o el integrista católico del candidato triunfante en Aguascalientes? ¿Podrán mantener la unidad mostrada en esta campaña, sin fisuras relevantes en los proceso de selección de candidaturas, o irán a un choque catastrófico como los que vivieron en 1975 y 1990?
El PRD da grima, con su líder parlamentario suplicando el reconocimiento de lo hecho por el otrora principal partido de la izquierda en el triunfo de la derecha. Pulverizados en sus corrientes irreconciliables, apenas unidas por el usufructo del dinero de las prerrogativas públicas, los perredistas cosecharon el fruto de su incapacidad para resolver sus candidaturas de acuerdo a reglas claras y consensuadas. La rebatiña en la que se metieron en Oaxaca o en Tlaxcala los llevó al derrumbe. Mientras, López Obrador –taimado como es– armó alianzas a diestra y siniestra para plantar cabezas de playa de su MORENA en distintos puntos del territorio, sin importarle servir a Duarte en Veracruz o a la CNTE en Oaxaca. Su objetivo es claro: arrebatarle al PRD cualquier capacidad de iniciativa que pudiere bloquear su camino rumbo a la candidatura presidencial polarizante en el 2018.
También habrá que analizar con calma si ahora da mejores resultados que en otras ocasiones las alianzas construidas solo para brindar opción de salida a priístas desairados por su partido. De los que ahora se van, Mario López Valdez y Gabino Cue no produjeron muchos réditos a los partidos que los apoyaron hace seis años, como tampoco se los dio Aguirre en Guerrero al PRD en su tiempo, mientras que Moreno Valle parece haber sido una apuesta redituable para el PAN, que se consolida en Puebla. A ver a que molino lleva el agua Carlos Joaquín en el depredado Quintana Roo.
El tema de los independientes empieza a tomar su justa dimensión y a mostrar las limitaciones de esta vía para abrir las limitaciones de acceso establecidas por el proteccionista sistema de registro de los partidos.
Pero el resultado que ya está claro y es incontrovertible es la derrota de la principal apuesta política de Miguel Mancera: esa entelequia llamada Constitución de la Ciudad de México. Empeñado en ofrecer algún legado de su errática administración del cual agarrarse en su fantasía de lograr ser candidato presidencial, Mancera negoció de entrada unas condiciones que marcaron desde el momento de su concepción el destino del proyecto. Un constituyente con el 40 por ciento de sus integrantes nombrados a dedo no puede ser la cuna de una constitución democrática. En un intento de proveer de legitimidad al proceso, nombró a una junta de notables para escribir su propia iniciativa constitucional y luego a otra junta de más notables para asesorar a los primeros. Un galimatías sólo comparable con la lista de despropósitos presentada por varios de los ungidos. Falta que conozcamos el resultado de las sesudas deliberaciones de los sabios, pero me temo que la sensatez de varios de los designados –Merino, Lamas, Salazar, Magaloni, Zicardi o González Contró– quede oscurecida por el predominio de las ocurrencias de otra buena parte de las personalidades participantes.
De cualquier manera, la coherencia de la iniciativa que presentará el Jefe de Gobierno es lo de menos ante la falta de legitimidad del proceso marcada por el desastroso resultado electoral del domingo: menos del 30 por ciento de participación, la cifra más baja desde que los votos se cuentan con alguna certeza en México.
La falta de consenso amplio ha sido uno de los defectos congénitos de la historia constitucional mexicana. Desde 1824, las constituciones que en este país se han dado han sido más producto del triunfo de una facción que el resultado de un proceso de deliberación democrática de una sociedad que se reconoce diversa y debe darse reglas eficaces para la convivencia. Esa ha sido una de las causas de que las constituciones en México hayan sido más programas políticos a realizar que instrumentos normativos eficaces. Una Constitución elaborada por una asamblea integrada por diputados designados, como el Senado de la Constitución chilena de Pinochet o el parlamento de los militares de Myanmar, y con unos electos por una ínfima parte del electorado difícilmente va a remontar la proverbial desconfianza del orden jurídico de los mexicanos. Sólo un referéndum de ratificación, improbable dadas las restricciones establecidas en la reforma a la Constitución federal que abrieron paso a este proceso constituyente, podría revertir esta marca de nacimiento de la nueva carta capitalina.
Obnubilado como está, Mancera declara que sigue puesto para ser candidato presidencial, y no muestra capacidad alguna de autocrítica frente a sus reiterados desatinos y la falta de rumbo claro de su gobierno. Atrapado por los intereses clientelistas y sin ideas que conciten entusiasmo alguno, solo se ve en el espejo de sus fantasías. Su Constitución nace muerta como proyecto transformador y no le servirá de nada para alcanzar su ambición.