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El debate público

¿A dónde vamos?

José Woldenberg

El Universal

02/11/2021

Después de casi tres años de gobierno, hay una serie de preguntas que me parecen ineludibles para tener una mediana idea hacia donde conducen los dichos y los hechos de nuestro presidente. ¿Cómo debería ser el Estado y el espacio público derivados de las definiciones presidenciales? ¿las relaciones entre gobernados y gobernantes? ¿entre la constelación de instituciones que integran el Estado? ¿entre las dependencias públicas y las organizaciones civiles? ¿entre gobierno y medios de comunicación y redes sociales? ¿entre los distintos niveles de gobierno? ¿cuál el papel de la Constitución y las leyes? No es un listado exhaustivo.

Y creo que hay suficiente evidencia para afirmar que al presidente le gustaría una organización estatal y un espacio público similar al de los años cincuenta o sesenta del siglo pasado. No ha ocultado su intención de concentrar facultades en la presidencia de la República, de alinear a los otros poderes constitucionales, de mermar la independencia de las instituciones estatales autónomas. Tampoco ha ocultado su desprecio hacia los partidos opositores, a los medios que develan inconsistencias o raterías en su gobierno, hacia los periodistas que no comparten sus proyectos. No hay consideración suficiente por las normas que limitan su poder y las decisiones arbitrarias se multiplican. Y otra vez, cualquiera puede continuar haciendo la lista.

¿De dónde extrae la convicción para intentar desmantelar mucho de lo construido en materia política? De la descalificación sistemática del pasado inmediato (neoliberal), como si nada de lo edificado valiera la pena. Ciertamente el actual gobierno heredó una situación que generó un enorme fastidio con el mundo de la política, fruto de fenómenos de corrupción recurrentes que quedaron impunes, de una violencia e inseguridad que en muchas regiones han hecho atroz la existencia, de una economía que no fue capaz de ofrecer un horizonte medianamente promisorio a millones de personas y de una desigualdad y pobreza que parecieron imbatibles. Pero también heredó y usufructuó un entramado normativo e institucional que abrió paso a la pluralidad y que empezó a naturalizar su convivencia-competencia. Una transformación de enormes dimensiones que poco a poco parecía acercarse al ideal constitucional que prescribe a México como República democrática, federal, representativa y laica. Pero al meter en el mismo costal las aberraciones del pasado con las construcciones promisorias parece convencido de “tirar al niño junto con el agua sucia”.

El otro resorte de su discurso es aún más elemental y distorsionado. Él es el representante del pueblo y quienes tienen puntos de vista diferentes no pueden ser más que el anti-pueblo. Ese discurso maniqueo y refractario a comprender la complejidad de la vida social y política mexicana solo puede desatar espirales de confrontación improductivas.

Ahora bien. ¿Podrá el presidente hacer realidad la reconstrucción de un Estado autoritario? Dependerá (creo) de que mucho de lo construido en el pasado inmediato resista. Contamos con normas e instituciones derivadas de un esquema democrático y el ejercicio de las libertades se ha ensanchado en las últimas décadas. Son, junto con una sociedad diferenciada, masiva, plural, que no desea encuadrarse bajo el manto de un solo partido, ideología o persona, las reservas para que lo mucho o poco de lo construido en términos democráticos no vaya a ser desmantelado.