Categorías
El debate público

A dos años: el desbalance democrático

Jacqueline Peschard

La Crónica

02/12/2020

Hace dos años, el ascenso triunfal del presidente López Obrador fue una prueba más de la fortaleza del sistema electoral que construimos durante los últimos años del siglo XX y que logró implantar reglas, procedimientos y autoridades capaces de darle vida a nuestra democracia. La victoria de AMLO con el 53% de la votación nacional en 2018, significó la tercera alternancia en el Ejecutivo Federal y el respaldo más alto obtenido por sus antecesores en nuestra etapa democrática. Estaba claro, que la voluntad de los ciudadanos era la única palanca que determinaba quién y con qué margen ganaba la Presidencia de la República.

Sin embargo, desde antes del 2018, nuestra democracia enfrentaba desafíos importantes que erosionaban la confianza ciudadana en su potencial para cumplir las promesas con las que la hemos asociado. Los elevados niveles de desigualdad y de pobreza, la falta de crecimiento económico, la inseguridad y la incontrolable violencia en general y de género, en particular, las grandes deudas de nuestro sistema de justicia, la agraviante corrupción, alimentaban la desconfianza en las instituciones democráticas y, sobre todo, en nuestra capacidad de sortear los grandes problemas, sin sacrificar nuestros logros democráticos.

El balance democrático de los dos años de gobierno de López Obrador es contrastante, pues ha mantenido importantes niveles de respaldo popular, de acuerdo con las encuestas sobre aprobación de su presidencia, la cual entre agosto y diciembre ha incluso remontado cinco puntos, para alcanzar un 61% (Encuesta Nacional de Reforma, 01-12-2020). Su forma de comunicar es otro de sus activos, ya que las conferencias matutinas, además de ser una fórmula de promoción de la figura presidencial, alimentan una percepción de cercanía del presidente con la población; de disposición a escuchar y a dar la cara; son un mecanismo que ofrece una imagen de mayor interlocución entre sociedad y poder, lo cual es un ingrediente democrático.

Empero, el estilo personal de gobernar de AMLO ha dado muestras de una fuerte inclinación autoritaria, en primer lugar, porque ignora, reprueba y hasta persigue a sus adversarios, sin dejar lugar a diálogo alguno con ellos, en los más diversos campos de la vida pública, incluido el urgente de la crisis sanitaria. Además, su declarada animadversión hacia los organismos constitucionales autónomos, como el INE o el INAI, sobre todo, pero no únicamente, denotan que su concepción del gobierno que encabeza es la de un solo hombre, lo cual implica la alineación de todas las instancias estatales a sus directrices, por el solo hecho de que cuenta con un importante respaldo popular. Esta concepción se extiende también a los gobiernos de los estados, e incluso más allá de los órganos públicos, al demandar lealtad a su proyecto tanto a la prensa, como a las organizaciones de la sociedad civil que naturalmente deben promover la crítica y la vigilancia del poder por parte de la ciudadanía.  

El gobierno de López Obrador tiene un resorte popular, pero no se acomoda bien a las reglas y principios de un régimen democrático que, de entrada, debe convivir con barreras de contención, para evitar la concentración extrema del poder y sus tentaciones abusivas. Es cierto que el control y contrapeso del Legislativo se desdibujan cuando el partido en el gobierno cuenta con mayoría en el Congreso, pero que se aprueben las iniciativas provenientes del Ejecutivo, no implica que la deliberación sea sólo una simulación, como ha sucedido con reformas legales muy controvertidas como la extinción de los fideicomisos o la eliminación de la subcontratación. La subordinación del Legislativo al Ejecutivo no es sólo responsabilidad del partido gobernante, sino también de las demás fuerzas políticas que han sido incapaces de erigirse en canales para enriquecer la conversación pública y articular agendas alternativas.

El Acuerdo sobre lineamientos para la reelección de diputados federales que hace unos días aprobó la Cámara de Diputados por amplia mayoría de 454/463 votos, fue un acto de franco atropello a la facultad regulatoria del INE que es la máxima autoridad constitucional en materia electoral. Los partidos tuvieron seis años para aprobar las leyes secundarias de la reforma constitucional de 2014 que estableció la reelección consecutiva y, ante su omisión, el organismo constitucional que regula las elecciones es el facultado para establecer las reglas y condiciones necesarias. Esta es una muestra de cómo los partidos políticos vulneran principios y pasan por encima de nuestras instituciones democráticas.          

Nuestro desarrollo democrático ha estado lejos de ser lineal; hemos tenido momentos virtuosos y retrocesos, pero podemos afirmar que vivimos un régimen democrático. Sin embargo, los cada vez más evidentes resortes autoritarios de la Presidencia de la República y la debilidad de las fuerzas políticas, incluida Morena, no nos permiten hacer un balance positivo de nuestra vida democrática en estos dos años de gobierno.