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El debate público

A golpe de demagogia

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

05/08/2021

Con la consulta pasó lo previsible: una participación bajísima y un resultado abrumadoramente favorable al sí. La primera consulta nacional organizada formalmente de acuerdo con la Constitución acabó convertida en uno más de los ejercicios de simulación participativa a los que López Obrador ha recurrido a lo largo de su carrera. Solo se movilizaron para votar los leales, sus clientelas y algunos grupos de activistas por los derechos humanos que coincidieron con la tardía justificación de la pregunta retórica hecha por el Presidente de la Suprema Corte, cuando de su mágica manga se sacó lo de que la intención de la enmarañada redacción era someter al voto popular la creación de una suerte de “comisión de la verdad”, como las surgidas durante las transiciones a la democracia en países con pasados dictatoriales donde se habían cometido crímenes de Estado.

Comparto la idea de la necesidad de crear en México un sistema de justicia transicional, pero este tipo de mecanismos tienen sentido cuando se trata de reconstruir el consenso social y abrir el camino para una nueva legitimidad social. Para que las comisiones de la verdad sean efectivas, se deben dar en el marco de procesos de reconciliación nacional con una amplia base de pluralidad social y política. En manos de grupos facciosos acaban convertidas en tribunales revolucionarios, que en lugar de sanar la convivencia fracturada ahondan la polarización y nutren el rencor.

Hoy en México estamos muy lejos de un momento de construcción de un nuevo consenso. Por el contrario, si hacemos caso de los dichos de los pretendidos ideólogos del Gobierno, López Obrador y su hueste pretende construir una nueva hegemonía. Antes de su toma de posesión, entre septiembre y diciembre de 2018, el equipo de la actual Secretaria de Gobernación anunció la puesta en marcha de mecanismos de justicia transicional y se reunió con víctimas de la violencia y con familiares de miles de desaparecidos, entre los que sembró expectativas que no se cumplieron. A estas alturas del sexenio, cualquier proceso de ese tipo no sería más que otro golpe de demagogia, como los que una y otra vez usa el Presidente de la República para revivir su popularidad naturalmente menguante.

De ahí que las esperanzas de los votantes de buena fe en la consulta me parecieran infundadas. A pesar de sus ínfulas, este Gobierno no fue ya el inicio de un nuevo régimen: ni el del nuevo consenso constitucional democrático al que muchos aspiramos ni, me temo, el de la transformación cuasi revolucionaria y justiciera que su ala radical imagina. Acabará por ser uno más de la serie de pésimos gobiernos que hemos tenido durante los últimos 25 años, muy probablemente el peor, y en 2024 terminará con más pena que gloria al tiempo que su retórica grandilocuente caerá en el olvido en el que cayeron los eslóganes de los salvadores previos de la Patria. Bienestar será en unos años una palabra tan hueca como solidaridad después del Gobierno de Carlos Salinas.

De ahí que los clamores histéricos que auguran una deriva autoritaria de este Gobierno me parezcan exagerados. Es cierto que el discurso presidencial y el de muchos de los corifeos lanza constantemente señales ominosas, pero no se ha escapado al ciclo del sexenio presidencial y su fuerza ya ha comenzado a menguar. Los próximos meses veremos cómo va disminuyendo el embrujo y la pugna por la sucesión dentro de su propia coalición será cada vez más cruenta. La disciplina sostenida en torno al arrastre electoral de López Obrador ya no operará en su sucesión. Es probable que veamos a personajes del actual Gobierno compitiendo por diferentes partidos en 2024.

Sin embargo, López Obrador seguirá haciendo lo que sabe hacer: gobernar de manera efectista. Intentará impulsar sus reformas constitucionales para desmantelar a su odiada institucionalidad surgida del pacto de 1996, pretenderá volver al control de los recursos energéticos a través de monopolios estatales y, lo más grave, continuará trasladando tareas que le corresponden a la administración civil a los militares. Todavía tiene mucha capacidad de destrucción, aunque su fuerza para construir un nuevo andamiaje institucional en el cual se sustente la nueva hegemonía a la que aspira sea casi nula.

Ahora ha salido a retar a la oposición con la engañifa de la revocación del mandato. Por ahora el pretendido referéndum revocatorio no es viable, no solo por la falta de ley reglamentaria, sino porque es de dudosa constitucionalidad la aplicación retroactiva de una ley aprobada cuando el actual Presidente ya había sido electo por seis años irrevocables. En todo caso, de acuerdo con la Constitución, el referéndum debe ser convocado por la ciudadanía. Mal harían las oposiciones en caer en el garlito y movilizarse para conseguir las firmas requeridas. Y sería el colmo de la farsa si son sus propios partidarios los convocantes, solo para ratificar su reverencia al gran líder en una votación plebiscitaria.

Una vez más, un instrumento de democracia directa potencialmente útil acabaría convertido en instrumento al servicio de la demagogia. Mejor que pasen estos tres años y López Obrador termine su Gobierno como pueda, a ver si en la siguiente ronda se abren posibilidades de recoger el tiradero que han dejado los gobiernos del último cuarto de siglo y se abren las condiciones para la reconstrucción del destartalado Estado mexicano, por fin sobre la base de un amplio consenso social que edifique una nueva legitimidad.