Rolando Cordera Campos
El Financiero
04/11/2021
Según la ONU y su claridoso secretario general, António Guterres, el mundo se acerca a los límites conocidos o conocibles para la existencia de la especie humana. Se trata, lo han dicho y enfatizado los estudiosos y científicos de prácticamente todo el orbe, de un panorama donde se cuecen perspectivas y certidumbres todas ominosas.
Mucha educación y sensibilidad tendrá que desplegar la humanidad para enfrentar y superar tamaño desafío. La voluntad de buscar acuerdos y desde ese entendimiento trazar las posiciones políticas necesarias o convenientes es lo que se ha puesto sobre la mesa en Glasgow, donde se nos advirtió, nada menos, que estamos cavando nuestra propia tumba.
En unos escenarios como los dibujados en la ciudad escocesa, pero esbozados con cada vez mayor contundencia en los foros especializados multilaterales, así como en los coloquios políticos del orden más diverso, el tamaño y espesor demográfico y económico debe asumirse como parte del subsuelo para las acciones colectivas necesarias, pero seguramente contará más la decisión de cooperar y transferir recursos y responsabilidades.
Así lo ha planteado el gobierno de los Estados Unidos de América por boca de su presidente y así se espera que lo hagan y pronto las otras potencias cuyos dirigentes van y vienen de crisis en crisis sin acertar convincentemente a ofrecer, a una ciudadanía cada vez más global, un camino renovado de reconstrucción institucional y productiva. Y mental, si se me permite la licencia.
No habremos presentado los mexicanos buenas cuentas en la reunión de Glasgow, porque no asumimos con claridad y rigor las que habíamos hecho con anterioridad. Seguimos jugando a las varias dilaciones que se estilaron y pusieron de moda por años de simulación ambientalista o ecologista en los círculos de poder mundial. Lo grave es que no hay manera de detener el tiempo y de aquí en adelante no son esas las argucias que el país requiere. Ni que el mundo vaya a aceptar.
Estar a la altura de los cambios del mundo supone esfuerzos mayúsculos de políticos, científicos y capitalistas, así como de un acompañamiento cívico de gran envergadura y consistencia. Los sacrificios serán muchos y profundos, proporcionales al daño hecho a la naturaleza, porque al final de cuentas a lo que nos convoca el llamado angustioso de alerta hecho por la ONU es a cambiar nuestras formas de vida y de relacionarnos con la naturaleza, porque en ello nos la jugamos toda.
No han sido las huellas aztecas en Glasgow las más promisorias y tranquilizantes, como lo expuso con claridad el colega Enrique Provencio en Reforma (29/10/21): “Como país no contamos con una estrategia hacia la neutralidad del carbono, e incluso las metas insuficientes para 2030 están en riesgo de incumplimiento por el trato que se está dando a las energías renovables y por el crecimiento que vendrá en el uso de combustibles fósiles. No hay modo de ocultarlo”.
La encrucijada no podía ser más transparente. Es indispensable que la hagamos divisa multidimensional para un cambio profundo que será largo y doloroso, pero inevitable. El reto del cambio climático nos obliga a cambiar las visiones imperantes y adoptar relaciones transversales y cooperativas, entender que los recursos naturales son finitos y que los procesos que sostienen la vida están siendo profundamente alterados.
Ni el mundo ni México deben seguir recurriendo a soluciones cosméticas. Estamos obligados a repensar las mismas premisas sobre las que hemos basado nuestras formas de trabajo, de producción y de consumo simplemente porque nos estamos jugando la vida.