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El debate público

Adueñarse de la ciudad

Mauricio Merino

El Universal 

30/03/2016

Hay una enorme diferencia entre exigir derechos que habrán de ser cumplidos por una autoridad, y adueñarse de ellos para hacerlos válidos de manera colectiva. Es la misma que separa al sueño de tener gobiernos impecables porque así lo ordena la Constitución, de la que apuesta por dotar a las personas de los medios necesarios para contener abusos, defender sus libertades y exigirle cuentas a los poderosos. He aquí el error cometido desde el principio de nuestra transición: creer que la pluralidad política bastaría para empoderar a las personas.

Está en nuestra genética política creer que los tlatoanis podrían ser buenos individuos y que nos protegerán a todos. Antes de que Hobbes escribiera sobre el Leviatán, el mito ya estaba instalado entre nosotros. Y a pesar de que hay bibliotecas enteras que explican las graves consecuencias de ese defecto autoritario, hoy seguimos porfiando con la idea de formular larguísimos listados de derechos con la esperanza de que nuestros tlatoanis los hagan valer por la fuerza de su bondadosa voluntad Pedir y pedir mucho en los libros sagrados de nuestra convivencia, en lugar de asumir que lo público nos pertenece a todos, que lo construimos entre todos y que el verdadero desafío consiste en arrebatárselo a quienes lo han convertido en patrimonio personal.

Si nos descuidamos, la hechura de la Constitución de la CDMX puede caer en esa misma trampa. Puede convertirse en una nueva oferta de derechos sin garantías genuinas de que serán cumplidos por las autoridades; derechos de toda índole -muchos ya contemplados en la Constitución general, en las convenciones internacionales y en las leyes generales, pero igualmente vulnerados por la ausencia de garantías válidas para exigirlos-, que podrían sonar muy bien en los discursos de los políticos profesionales pero que, de no arraigarse en procedimientos exigibles por los ciudadanos y de no asentarse en los recursos financieros y administrativos necesarios, acabarían convertidos en papel mojado.

Tengo para mí que el mayor riesgo del renacimiento prometido por la capital podría estar en esa oferta excesiva, animada y estimulada por los discursos políticamente correctos, las buenas conciencias, la competencia entre partidos, las ganas de resolverlo todo agolpe de palabras sin sustento práctico y la presión mediática. Una mezcla que, de consumarse, nos llevaría a perder una de las muy pocas oportunidades que tendremos para devolverle la soberanía a la gente, para establecer derechos exigibles por los ciudadanos y para revertir las reglas según las cuales las autoridades entregan lo que quieren, cuando quieren y como quieren, sin que las personas -cargadas de espléndidos derechos- tengan medios para defenderse, para reclamar lo que les pertenece y para adueñarse del sentido y la calidad de su convivencia en la ciudad

El derecho a la ciudad no es un asunto fragmentario: no son obsequios jurídicos entregados persona por persona, de manera aislada y segmentada, frente a los poderes públicos. Aunque han de salvaguardar a cada individuo, lo fundamental está en la forma de organización que los ciudadanos decidamos adoptar para compartir el mismo espacio público y para asegurarnos de que las autoridades, cualesquiera que éstas sean, no gestionen derechos y políticas como regalos generosos sino como una obligación establecida claramente y exigible en tribunales por el conjunto de la sociedad. No una carta a Santa Claus para ver si baja por la chimenea -si le alcanza el dinero- sino un pacto de conciencia y de civilidad entre personas que quieren adueñarse de su mundo de vida, convivir en paz, reconocer y respetar sus diferencias y afirmar, en ese marco, el control democrático de las decisiones tomadas por sus autoridades. De lo contrario, este ejercicio no será fundacional sino gatopardista.