Mauricio Merino
El Universal
23/11/2016
Dice el refrán que la cuerda se revienta por lo delgado. Y eso es lo que está a punto de suceder con el enorme esfuerzo que se ha hecho en los últimos años por devolverle algo de dignidad a la administración pública del país. Luego de promulgar las muy ambiciosas reformas en materia de transparencia y combate a la corrupción, el régimen político ha decidido dar marcha atrás, por una vía aparentemente inocua: la depuración y el control político de los archivos de México.
La palabra archivos produce bostezos. Pero se trata de la pieza maestra que sostiene el entramado institucional que se ha venido construyendo piedra por piedra: no hay acceso a la información, sin información; no hay rendición de cuentas, sin cuentas; no hay transparencia, sin documentos; no hay combate a la corrupción, sin evidencias. Todo lo que se ha ganado hasta ahora —todo, sin excepción— se vendría abajo si prospera la iniciativa de Ley General de Archivos recién presentada en el Senado de la República.
La regresión política que está en puerta ha sido bien calculada. Dado que nadie parece dispuesto a organizar una rebelión para defender la importancia de los archivos —esa palabra maldita— el régimen dejó al final de toda la ruta la aprobación de la ley que regulará su organización, para establecer dos salvaguardas que garantizarían su impunidad: de un lado, el control político de todos los archivos de México a través de la Secretaría de Gobernación y, de otro, un plazo bien calculado para depurar cuidadosamente sus contenidos.
Eso es lo que aprobaría el Legislativo en los próximos días: un mecanismo que no sólo podaría la memoria histórica de la nación, sino que controlaría todos los papeles y toda la información que produce la gestión pública del país —la Federación, los órganos autónomos, los fideicomisos, los estados, los municipios, los sindicatos y los partidos— a partir de lineamientos obligatorios expedidos bajo el control y la vigilancia de la Secretaría encargada de la política interna y la seguridad nacional.
Si no fuera tan grave, algo de admirable tendría esa estrategia: en un puñado de artículos de dos leyes técnicamente complejas —la de archivos y la de protección de datos— y en medio de vocablos que sólo entienden los iniciados, se completaría una operación política formidable. Paso uno, se sancionaría a quienes divulgaran información considerada prohibida; paso dos, se formarían grupos para determinar qué información debe darse de `baja documental` o para clasificarla como reservada o confidencial, a fin de que no se transfiera a nadie; paso tres, a los archivos históricos que ya están entregados ahora, `se les deberán aplicar los procesos técnicos archivísticos antes mencionados, con el objeto de identificar el contenido y carácter de la información`. Para este noble propósito, `la Federación contará con un plazo de dos años (…). Las entidades federativas contarán con un plazo no mayor a tres años`.
De no detenerse esta operación, estaríamos en los umbrales de la creación del Ministerio de la Verdad que imaginó Orwell en 1984, habríamos cancelado una buena parte de la historia política de México —la que se está haciendo ahora y la que incomoda de nuestro pasado reciente— y se estaría cancelando, legalmente, la base misma de los sistemas que quieren garantizar el derecho a saber y combatir al peor de los males que han aquejado al sexenio que corre.
Alguna vez pensé que, si bien los archivos eran el patito feo de este esfuerzo de dignificación de la política nacional, estaban sin embargo destinados a convertirse en el cisne del ciclo de acceso y uso responsable de la información pública. Nunca me imaginé que podrían acabar siendo la quinta columna capaz de destruir deliberadamente el éxito de la causa. Penosísimo.