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El debate público

¿Autoridad sin Estado?

Rolando Cordera Campos

La Jornada

16/05/2021

Hoy todo parece conspirar contra la mínima estabilidad que las sociedades requieren para, por lo menos, poder enfrentar con recursos elementales los altos niveles cotidianos de incertidumbre. No por otras razones es que para diversos grupos y sectores, sin menoscabo de sus diferencias, el cultivo de acuerdos resulta un bien preciado, que lo quieren público. Ponderan favorablemente el diálogo, el sentido común y buscan y ofrecen apoyo y comprensión a sus prójimos.

De aquí podrían devenir modos de relación horizontal y, también, con la autoridad, así como formas de gobierno y de relación vertical con la autoridad y el derecho que real o supuestamente otorga legitimidad al mandatario. Eficacia y legitimidad se dan aquí la mano para configurar un Estado de derecho.

Sabemos que esta trama de relaciones siempre está cruzada por subjetividades que ven alterada su circunstancia cuando acciones u omisiones hacen irrumpir el desorden. Así, esas voluntades pueden inclinarse por soluciones extraordinarias que, sin mayor trámite, deriven en apoyos al autoritarismo, abierto como dictadura o encubierto como gobierno de ley y orden. De hombres justos y severos.

La vida tranquila es anhelo de quienes cuentan con algún tipo de empleo u ocupación, disfrutan de ingresos provenientes de sus actividades laborales o de la administración de pequeñas y medianas empresas de corta escala.

Junto con las legiones de profesionales y técnicos que el progreso económico auspicia y necesita, estos grupos forman las clases medias modernas, tan ansiadas por sociólogos primerizos porque equivocada y equívocamente se les supone garantía permanente de estabilidad y conservación del orden imperante. Empero, no se considera la compleja mezcla de aspiraciones y frustraciones que condiciona el humor y las visiones de muchos de estos estratos a los que, erróneamente, el gobierno ha convertido en enemigos. Y, la conducción económica y política ha tendido a exacerbar frustraciones y nublar potencialidades de optimismo, en lo que suele sustentarse la paciencia social.

Muchas capas medias formaron filas en las cohortes nazis y fascistas y no pocos grupos y estamentos de ellas desfilaron contra el presidente Salvador Allende en Chile, apoyaron al criminal Pinochet para luego ver a muchos de sus hijos perseguidos y encarcelados, desaparecidos o exiliados. Terrible experiencia que sigue marcando la patria de Neruda y Mistral.

No pocos de estas cohortes vieron con temor y recelo el reclamo estudiantil popular del 68, vivieron el terror de la represión y, años después, apoyaron a las derechas que decían ofrecer nuevas formas de estabilidad para, al paso de los días, acabar de comparsas del más silvestre liberismo. El que llevó a México a un casi estancamiento funesto del cual no nos hemos recuperado.

Incorporar estos sectores a una movilización que expresamente combine democracia con equidad y desarrollo, tendría que verse como misión y proyecto principal de las dirigencias políticas constituidas como gobernantes. Una reflexión crítica y autocrítica de su papel en la cocina de ese cuasi estancamiento, que se extendiera a la gestión pública de la pandemia debería ser obligado punto de partida.

Lo mismo deberíamos esperar del gobierno del presidente López Obrador, hoy empecinado en visitar puntos de fuga aberrantes como las embestidas faltas de toda ética y legalidad contra el instituto electoral y sus consejeros, la prensa y algunos candidatos y gestores de causas cívicas, como hoy sucede con María Amparo Casar y quienes la acompañan en Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad.

Recuperar prudencia es obligado para un sendero de reconstrucción nacional, tan necesario como vital tras largos años de mal crecimiento y peor distribución y ahora magnificados por la pandemia y su cauda destructiva del empleo y la actividad productiva. Esto implica un magno ejercicio de la voluntad, junto con esfuerzos serios por incorporar a los sectores medios a tareas nacionales que, de encontrar buen rumbo y ritmo, también podrían ser tareas populares consistentes y sostenibles.

Ninguno de los atributos mencionados, caerá del cielo o emergerá como milagro del subsuelo. México requiere de participación social imaginativa, solidaria y comprometida, apoyada en vínculos renovados del gobierno con la sociedad; aceitar relaciones de respeto y corresponsabilidad de y entre los poderes, para traducir a políticas y decisiones de Estado la autoridad y los acuerdos alcanzados.

“Conciliar a todos los hombres –decía el joven legislador Mariano Otero ante el Congreso– reunir a todos los partidos, sofocar el germen de todas las facciones, reconocer todos los intereses, dar garantía a todas las clases, atender un gran interés: el de la nación”.