Jacqueline Peschard
El Universal
16/03/2015
El nombramiento de Eduardo Medina Mora como ministro de la SCJN estuvo lejos de ser una decisión legítimamente democrática. Cumplió, sí, con los requisitos y procedimientos legales establecidos para ocupar el cargo, pero ni la pluralidad presente en el Senado dio lugar a una deliberación sustantiva, ni el proceso se sometió a un puntual escrutinio de la sociedad, como lo demandaba la opinión pública.
En efecto, el Presidente envió una terna al Senado, que fue avalada por la Comisión de Justicia, pero en realidad se trató de una candidatura única. Las comparecencias de los candidatos a ministro dieron lugar a cuestionamientos de algunos legisladores y, al final, el pleno avaló el nombramiento por la mayoría calificada requerida. Sin embargo, de nada sirvieron las críticas argumentadas que presentaron académicos, periodistas, intelectuales y miembros de organizaciones sociales que estuvieron respaldadas por 55 mil firmas para que se respondiera o se abriera una interlocución de la sociedad con las autoridades.
El gobierno, los senadores del PRI y una parte importante del PAN que apoyaron la candidatura ignoraron todas las manifestaciones de inconformidad por la trayectoria y el desempeño de Medina Mora en las áreas de inteligencia política y seguridad pública, inapropiados para contribuir a fortalecer a nuestro tribunal constitucional como instancia independiente.
Haber hecho caso omiso de la demanda que hizo la sociedad civil para deliberar abiertamente sobre la candidatura y los procedimientos del nombramiento nos remonta, como bien dijo Soledad Loaeza en su columna de La Jornada, a los tiempos de los presidentes del pasado, anteriores a la transición a la democracia. En efecto, nos colocaron frente a mecanismos propios del Presidencialismo Imperial, caracterizado por un gobierno sordo y distante frente a las preocupaciones y reclamos sociales que, hoy en día están mejor organizados y cuentan con mayores canales de expresión.
Pero la novedad de estos resabios autoritarios es que ahora se han pluralizado, y aunque autoritarismo y pluralidad parecen ser términos que se dan de cachetadas, la consecuencia de su conjunción es que dan lugar a un proceso de decisión doblemente vertical, justamente porque surge de la anuencia de varios actores políticos. A pesar de que las decisiones sobre los nombramientos de los ministros ya no dependen de un solo partido, las negociaciones entre las fuerzas políticas siguen manteniéndose en los rincones de la opacidad, alejadas de cualquier voluntad de rendir cuentas o de asumir responsabilidades frente a los ciudadanos.
Medina Mora respondió con una carta pública a quienes encabezaron el pronunciamiento de rechazo a su candidatura, pero fue de carácter personal y con posterioridad a su nombramiento. Las instituciones competentes se rehusaron a atender los reclamos puntuales, o siquiera a defender abiertamente la idoneidad de la candidatura.
Es absurdo pensar que el nombramiento del nuevo ministro de la Corte se intercambió por la aprobación de la Ley General de Transparencia, porque nada tienen que ver ambos asuntos, ni tampoco el procesamiento de una decisión y otra. En el caso de la ley general, los senadores fueron sensibles a las críticas de la sociedad organizada, convocando a audiencias públicas para escuchar y debatir. Parece más plausible que el nombramiento haya obedecido a un reparto de cuotas entre el PRI y el PAN de cara a los próximos dos nombramientos del máximo órgano jurisdiccional del país.
Es reprobable que en un contexto de caída libre de la confianza en nuestras instituciones, se apueste a la cerrazón, a la imposición, al intercambio de beneficios entre fuerzas políticas, a decisiones plurales pero igualmente autoritarias , dañando, ni más ni menos que la respetabilidad de nuestra Suprema Corte.