Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
25/01/2016
El reconocimiento de la Ciudad de México como entidad con derechos plenos fue una bandera, durante décadas, de las izquierdas. Pero ahora, cuando a la capital del país se le admite como entidad similar a los estados, en esta ciudad hay más estupefacción que regocijo. Los cambios auténticos parecen mínimos, o hasta ahora les interesan únicamente a los políticos profesionales y a sus intérpretes que celebran, sin precisar con claridad por qué, la institucionalización de la Ciudad de México. Tanto así que el asunto que les ha parecido más relevante a medios de comunicación y comentaristas es el gentilicio con el que nos habremos de identificar.
Resultado de un largo empeño de elaboración legislativa y persuasión política, ese cambio ha carecido de precisiones y explicaciones. Pero, sobre todo, la modificación constitucional llega tan tarde que a estas alturas del desarrollo político de la entidad y del país no tiene tanta importancia como la que hubiera alcanzado en otros tiempos. Seamos aguafiestas, entonces, porque estamos ante una celebración que presenciamos como convidados de piedra. Y porque, bien a bien, no hay demasiado que festejar.
Desde hace tres sexenios la CDMX, como se nos dice que hay que decirle ahora, tiene gobiernos de orientación política distinta a la del gobierno federal. La elección consecutiva de candidatos del PRD fue resultado de las convicciones contestatarias de un segmento importante de los ciudadanos, junto con los intereses clientelistas de otros. Al mismo tiempo hemos tenido delegaciones ocupadas por políticos de signo variado, asamblea legislativa de composición plural y una intensa participación política que anega nuestras avenidas de manifestaciones, al mismo tiempo que singulariza a los habitantes de esta ciudad por su animosidad respecto de la autoridad presidencial.
Los resultados de esa vehemente participación política son insuficientes. La CDMX tiene problemas descomunales que apenas han sido atemperados, pero para los cuales, en casi todos los casos, no se han diseñado soluciones de largo plazo. Las deficiencias en todos los servicios urbanos, las tortuosidades del tránsito, la contaminación del ambiente, la ineficacia de la policía, abusos y corrupción y, desde luego, la desigualdad social son rasgos de esta capital que sus habitantes sobrellevan, pero no aceptan.
El respaldo social a gobernantes “de izquierda” (el término hay que entrecomillarlo porque es discutible que todos lo hayan sido realmente) o la llegada de candidatos del PAN a los gobiernos de algunas delegaciones no han significado cambios esenciales en la administración de los asuntos de la ciudad. La intensidad política no ha mejorado la vida en esta capital. La diversidad partidaria simplemente ha demostrado que los abusos y la corrupción pueden ser cobijados por gobernantes de cualquier signo. También la ineficiencia: basta asomarse a cualquier discusión en la Asamblea de Representantes para comprobar que no hay un solo partido a salvo de que sus militantes digan disparates.
Con ese panorama, es entendible que la institucionalización de la CDMX no entusiasme a casi nadie. Llevamos casi dos décadas eligiendo a nuestras autoridades locales sin que para ello fuera necesario que el Distrito Federal se equiparase con otras entidades. La utilidad de los cambios ahora institucionalizados suscita más dudas, o indiferencia, que interés.
La Ciudad de México estará formalmente a la par que los estados sin ser uno de ellos. Como no es un estado, fue necesario que en la Constitución se modificaran decenas de alusiones a ellos para reemplazarlas por “entidad federativa” (por eso no será necesario, como algunos han creído, que esta nueva entidad tenga una capital como los estados).
A partir de 2018 las actuales delegaciones estarán gobernadas por un alcalde y diez concejales. Los concejos aprobarán el presupuesto en cada una de esas demarcaciones y presumiblemente serían un contrapeso al poder hoy en día con frecuencia arbitrario de los delegados. Pero como la mayoría de ese concejo estará formado por miembros del partido político que gane en cada demarcación será difícil que esa situación cambie.
Al órgano legislativo de la CDMX la reforma constitucional recientemente aprobada no lo llama Congreso, sino “Legislatura”, lo cual no deja de subrayar la singularidad de esta entidad que no es estado, pero se le quiere parecer. Su integración obedecerá a las mismas reglas de proporcionalidad que hay para los congresos estatales.
El jefe de gobierno de la ciudad tendrá esencialmente las mismas facultades que el actual. Podrá designar al jefe de la policía, que hoy es nombrado por el Presidente de la República a propuesta del jefe de Gobierno del DF. El Presidente conservará la facultad de remover al jefe policiaco “por causas graves”. El cambio es simbólico pero, en la práctica, poco relevante.
Tendremos una Constitución local que deberá ser aprobada antes del 31 de enero del próximo año por una asamblea constituyente a partir de la iniciativa que presente el actual jefe de gobierno. Hasta ahora son inciertos los cambios auténticos que puedan resultar de ese ordenamiento. En la CDMX hay disposiciones avanzadas como, entre otras, el reconocimiento al derecho de las mujeres al aborto. Esos derechos se encuentran en la legislación local. Ahora podrían formar parte de la Constitución de la ciudad, pero con el mismo alcance territorial. Es decir, resulta difícil suponer que habrá modificaciones sustanciales al régimen jurídico que ya tenemos en la capital del país.
Seguramente se incorporarán, eso sí, expresiones retóricas que les permitirán a los constituyentes locales sintonizarse con los resortes políticamente correctos que comparten muchos habitantes de la entidad. Ya desde ahora entre los principios que definen a la CDMX la reforma reciente incorporó, en el artículo 122 de la Constitución, la siguiente concepción: “La Ciudad de México adoptará para su régimen interior la forma de gobierno republicano, representativo, democrático y laico”.
Esa prosopopéyica definición resulta incuestionable, pero también es redundante porque hay otros apartados de la Constitución Política que indican tales principios. Sería preciso enfatizarlos para una entidad específica si no fueran vigentes en los estados.
Lo importante de principios como ésos es que se cumplan y no depende del texto constitucional. Por ejemplo, ahora mismo, a la vez que se ufana del éxito político que ha significado la reforma constitucional, el gobierno de Miguel Ángel Mancera coloca por la ciudad anuncios que proclaman: “Bienvenido, Papa Francisco. La CDMX es tu casa”. Las convicciones laicas han resultado muy frágiles.
Para quienes vivimos en esta ciudad el cambio constitucional es fundamentalmente irrelevante. No garantiza que habrá mejor transporte y policías, o que pagaremos menos predial, ni que los alcaldes serán menos corruptos que los delegados. Quizá la nueva constitución incorpore alguna innovación de interés, pero, hasta ahora, la asamblea que la aprobará se ve como un evento políticamente fastuoso, pero distante de la sociedad.
Con una imagen construida hasta ahora como acontecimiento propagandístico, a la reciente reforma se le mira con cierto temor por lo que podrá costarnos. Ya se anuncia un cambio de placas para que en los automóviles se consagre la nueva denominación. Sin sensibilidad por parte del gobierno de la ciudad, la reforma expresa de nuevo la distancia entre política y sociedad, entre políticos y ciudadanos, y seguirá siendo trivializada en la vana inquietud sobre el gentilicio. Llámese como se llame esta ciudad, nos dirán y nos diremos chilangos.