Salomón Chertorivski Woldenberg
Reforma
01/10/2015
En una operación mediática digna de mejor causa, la Comisión Nacional de Salarios Mínimos anunció a bombo y platillo: ya no tendremos dos áreas geográficas del salario mínimo, y a partir de mañana, todo el país ganará 70.10 pesos diarios, o sea un aumento nada espectacular de 1.8 pesos (de 68.28 a 70.10 pesos).
Los «sectores» que componen a la CONASAMI se felicitaron por esta decisión administrativa pues, dicen, «por primera vez después de 98 años… habrá un solo salario mínimo general en todo el país».
Bien que así sea, lástima que sigan faltando 16.25 pesos, nueve veces el tamaño del celebrado aumento, para que esos trabajadores puedan comprar la canasta de alimentos, o sea, para poder comer tres veces al día. Lástima que aún y con la feliz unificación, todos esos trabajadores (751 mil 915 que hasta ahora pertenecían al área geográfica «B», según CONASAMI) seguirán siendo pobres extremos. Y ése es el problema.
Los pobres extremos no están situados solamente en la lejana «economía informal»; a veces al contrario: se escapan de la economía formal por los bajos sueldos decretados por la CONASAMI, como es el caso que nos ocupa hoy, a pesar de las fanfarrias.
Para alcanzar la canasta alimentaria (ojo, para comer) el salario mínimo de los trabajadores requeriría hoy un aumento de 16.25 pesos. El salario mínimo diario debería ubicarse pues, al menos, en 86.35 pesos y el mensual en 2 mil 590.
Pero esta meta es inalcanzable porque desde hace treinta años, el salario mínimo se amarró injustamente a un montón de precios, tarifas, multas. La CONASAMI esgrime una y otra vez esa situación de facto para justificar los micro aumentos como el que presume a partir de mañana: dos pesos, porque si es mayor, «causaría inflación».
Hay centenas de multas que artificialmente fueron encadenadas al salario mínimo y por supuesto un aumento realmente significativo elevaría automáticamente varios precios importantes: por eso la CONASAMI debería estar trabajando no en la «homologación», sino en la «desindexación», la liberación que desencadenaría al salario mínimo y que permitiría, de una vez por todas, discutir en sus términos el nivel del sueldo base de los mexicanos que trabajan duro y honestamente.
Que el mercado formal no produzca pobres extremos debería ser un propósito nacional, y es lo que el Jefe de Gobierno de la Ciudad de México -desde diciembre- ha hecho con sus propios trabajadores: el trabajo en la economía asociada al Gobierno de la capital es suficiente para adquirir la canasta de alimentos diarios en 2015.
No hablamos de «alguna cifra» tomada al vuelo; tampoco de un modelo econométrico hecho a modo, ni el deseo bienintencionado de izquierdistas económicos: es que CONEVAL -un organismo especializado y acreditado como pocos- ha situado en 86.35 pesos el ingreso mínimo diario para el sustento alimentario de dos miembros en un hogar típico en nuestro país en este año. Y esa -insisto- debería ser nuestra aspiración como país.
No hay obstáculo jurídico y técnico que no se pueda superar en breve. Por fortuna, el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y el CIDE han puesto en manos del Congreso de la Unión un estudio completo, pensado para liberar al salario mínimo de modo general e inmediato. Desde diciembre del año pasado, el Senado lo tiene en la mesa y allí radica nuestra gran oportunidad para iniciar una política seria de recuperación de los ingresos, factor que explica como ningún otro -según el INEGI- la llegada de dos millones de pobres en los últimos dos años.
Aumentar los mínimos no es una medida para curar todos los males de la economía nacional pero sin duda un mayor salario en el sector formal es una poderosa señal para el cúmulo de mexicanos que se ocupan en la informalidad. Como lo enseña la experiencia del mundo, volver relevante al salario mínimo es volver relevante el trabajo y la economía formal.
Contar con un solo salario mínimo nacional es bueno, sobre todo tratándose de uno más alto. Pero ignorar que, aún y con eso, el nivel es tan precario (el más bajo de la OCDE, el más bajo de América Latina) equivale a celebrar -sin rubor- la reproducción de la pobreza extrema.
México no está, no merece, esa broma.