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El debate público

¿Dónde estamos?

José Woldenberg

Nexos

01/10/2015

 

Preguntarse en dónde estamos como país tiene sentido. Porque con más frecuencia de lo que se piensa vemos los árboles pero no el bosque; el incidente cotidiano, no el mural o el proceso en el que estamos inmersos. Las notas siguientes serán apenas un esbozo para situar la que creo es la situación del país luego de un largo y complejo proceso de construcción de un germinal régimen democrático y también en medio de una administración presidencial. Es decir, el texto se divide en dos: a) la recapitulación del proceso democratizador mexicano y los déficits que lo acompañan, y b) el arranque inusual y prometedor y el quiebre de la presente gestión presidencial.

Insisto: México logró sustituir un régimen autoritario de gobierno por una germinal democracia. Todos los signos de ese régimen de gobierno están a la vista: elecciones competidas, pluralismo en los Congresos, equilibrio de poderes, ampliación de las libertades, y súmele usted. Si se comparan los comicios de ayer con los de hoy, el mundo de la representación, los márgenes de libertad del presidente, el rol de los Congresos, la labor de la Corte, los cambios son notables y tienen un claro sentido democratizador. México cursó una transición democrática en las últimas dos décadas del siglo XX y ello acarreó fenómenos de alternancia en todos los niveles de gobierno, una representación equilibrada de las diferentes fuerzas políticas en los Congresos, la emergencia de un sistema de partidos competitivos.

Y, sin embargo, existe un malestar profundo con la vida política del país. O para ser más exactos, un desencanto con los agentes e instituciones que hacen posible la reproducción de un sistema democrático: partidos, Congresos, políticos, gobiernos. El fastidio es tal que me temo que podamos tirar al niño junto con el agua sucia, es decir, los avances democráticos (que no son valorados con suficiencia), juntos con los problemas que deben ser abordados desde la nueva realidad que inaugura el régimen pluralista.

Las fuentes del desencanto son múltiples y variadas. Y enunciarlas quizá tenga sentido no sólo como un ejercicio académico, sino como una plataforma con intencionalidad política: para atenderlas. Claro está, si es que queremos fortalecer y no erosionar nuestra germinal democracia.

El malestar se alimenta de la sobreventa de expectativas que se irradiaron a lo largo del proceso de transición democrática. Desmontar un sistema autoritario y construir uno democrático fue visto como una operación virtuosa que todo lo podría. No sólo —como apuntábamos— lograría el equilibrio de poderes, los fenómenos de alternancia en los gobiernos, los pesos y contrapesos en el entramado estatal, la convivencia/competencia de la diversidad política, la expansión de las libertades (que sin duda se alcanzaron), sino que además se erradicaría la corrupción, brillaría el Estado de derecho, la economía crecería sin descanso, México sería un país menos desigual y abatiría la pobreza, y váyale usted sumando. No se trataba sólo del cambio en el régimen de gobierno, sino de la llave capaz de edificar una sociedad armónica y boyante, reconciliada consigo misma, sin conflictos, parecida a un edén. Esa sobreventa de ilusiones tuvo (creo) dos nutrientes: a) las que se derivan de manera “natural” de la dinámica política (los que se situaron en el campo democratizador subrayaron las tintas para hacer más atractiva la apuesta) y b) las que aparecieron en una cierta academia y cierto periodismo, muy dados a reducir la multiplicidad de problemas que afronta una sociedad, a una causa fundamental (en este caso, al autoritarismo priista).

El malestar también se nutre de la complejidad del nuevo entramado político. Si durante las largas décadas de autoritarismo una voz ordenaba y mandaba, hoy en nuestra incipiente democracia conviven y compiten fuerzas políticas diversas y por supuesto enfrentadas. Bastaría con analizar lo que sucedía en el Congreso en las décadas de los sesenta, setenta u ochenta del siglo pasado y lo que pasa hoy. La existencia de un pluralismo equilibrado en el mundo de la representación hace más complejo y tortuoso el proceso de toma de decisiones. Ante la “eficiencia” del pasado tenemos hoy la lenta y compleja negociación entre fuerzas políticas distintas. Creo detectar incluso una añoranza por los tiempos idos. No han sido pocas ni poco significativas las voces que han intentado revertir el pluralismo equilibrado con reformas normativas que tratan de exorcizarlo, intentando construir alguna mayoría artificial en las Cámaras. Lo que sucede —y creo que tardaremos en asimilarlo— es que en el código genético de la democracia —sobre todo cuando no existe una mayoría franca— la gobernabilidad se vuelve compleja y está sujeta a los vaivenes de la política.

Tampoco, como sociedad, fuimos capaces de socializar el tránsito democratizador. A diferencia de lo que sucedió en otros países, en México ni comprendimos cabalmente ni nos apropiamos del éxito que supuso la deconstrucción de un régimen autoritario y la edificación de una incipiente democracia. Fueron por lo menos 20 años de movilizaciones, conflictos, debates, acompañados por seis operaciones reformadoras que transformaron normas, instituciones, relaciones de fuerza, y que desembocaron en un sistema de partidos competitivo, un mundo de la representación plural y en gobiernos acotados. Una auténtica transición. No obstante, hasta la fecha se escuchan voces que hablan de puro y duro gatopardismo, que la transición se congeló, que dio una vuelta en U, que nunca existió y fue sólo un espejismo. Y creo, otra vez, que esa incomprensión tiene dos orígenes: a) que el discurso oficial de entonces no podía aceptar siquiera la noción de “transición”, porque para el PRI y sus gobiernos siempre habíamos vivido en democracia y b) porque desde cierta oposición nunca se reconocieron los avances de las sucesivas reformas, porque se decía “con ello sólo se legitima a los gobiernos tricolores”. Total que como sociedad no fuimos capaces de apropiarnos de una serie de operaciones políticas venturosas: que han permitido una mejor coexistencia de nuestra diversidad política.

Pero no creo que las anteriores sean las causas más profundas y eficientes del desencanto. Nuestra democracia se reproduce en condiciones difíciles que tienen que ver con el entorno. Y si no somos capaces de atender esos fenómenos me temo que el desprecio por los instrumentos que hacen posible la democracia siga incrementándose.

La economía no crece o no crece con suficiencia. Y ello significa que no se multiplican los empleos formales y que por el contrario crece la informalidad, las migraciones en busca de mejores oportunidades de vida hacia Estados Unidos (por lo menos hasta hace muy poco), y se incrementan de forma espectacular y dramática los jóvenes sin espacio en el mundo laboral formal o en las instituciones de educación superior. Todo ello genera frustración y malestar. Y la mayor paradoja quizá sea que durante cinco décadas (de 1932 a 1982 más o menos), la economía sí creció y lo hizo a tasas nada despreciables. Y aunque los frutos de dicho crecimiento nunca fueron irradiados de manera equitativa, lo cierto es que los hijos aspiraban a vivir mejor que sus padres y lo cumplían. El drama de nuestro proceso democratizador es que ha coincidido con 30 años de un crecimiento a todas luces insatisfactorio, lo que se traduce en que en muchas familias los hijos viven y vivirán en peores condiciones que sus padres. Y por supuesto eso genera un fastidio social no sólo explicable sino expansivo.

Desde siempre hemos sido un país desigual (es más, desde antes de ser país, la sociedad prehispánica ya era profundamente desigual), con franjas enormes de la población sumidas en la pobreza. Y la promesa democrática —implícita en su código genético— es la de que todos somos iguales en derechos. Esa promesa se cumple un día cada tres años, cuando asistimos a votar. En ese momento, ricos y pobres, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, indígenas y no, empresarios y trabajadores, católicos y protestantes, valen todos ellos uno y sólo uno. Pero, por supuesto, esa construcción civilizatoria de gran valor es absolutamente insuficiente de cara a las desigualdades que todos los días modelan el rostro del país y sus relaciones. La pobreza —inamovible en los últimos 20 años según el informe del Coneval— impide a millones de mexicanos el ejercicio y apropiación de sus derechos (que se convierten en nominales) y construye varios países en uno. La preocupación reiterada por la CEPAL en el sentido de que los países de América Latina tienen una muy precaria cohesión social y que así es muy difícil reproducir —armónicamente— un régimen democrático, resultan más que pertinentes. Estamos obligados a crear un sentimiento de pertenencia a una comunidad nacional y eso sólo se logra con políticas de inclusión social. De no ser así, nuestra convivencia (para llamarla de alguna manera) seguirá siendo tensa, marcada por la desconfianza y el rencor mutuos. Y sobra decir que ésa no es la óptima estructura social para la reproducción de un sistema democrático.

La corrupción y la impunidad anudadas están erosionando de manera grave la confianza en las instituciones públicas. No sé siquiera si hoy existe más corrupción que en el pasado, pero lo que sí es claro es que hoy esos fenómenos tienen una mayor visibilidad pública (gracias al proceso democratizador) y una menor tolerancia social. Se trata —digamos— de dos poderosas palancas que pueden y deben ser activadas para derrotar a la corrupción. Porque nada desgasta más el aprecio por partidos, Congresos, políticos y gobiernos que episodios de corrupción reiterados que quedan impunes.

Si lo anterior fuera poco, la violencia que se ha desatado en los últimos años es un corrosivo no sólo de las relaciones políticas sino de las relaciones sociales a secas. Miles de mexicanos y sus familias han sido víctimas de la violencia interpersonal, delincuencial y estatal (que por supuesto no hay que equiparar, pero cuando la violencia que ejercen los cuerpos de seguridad se hace de espaldas a las normas y violando derechos humanos, se vuelve tan venenosa —o más— que las otras). Pero incluso quienes no la han sufrido de manera directa son víctimas de su sombra: del temor que inyecta en la vida cotidiana.

México entonces construyó una incipiente democracia, pero la vida social reclama algo más: un Estado de derecho digno de tal nombre y una convivencia medianamente equitativa. Hoy tenemos pluralismo y libertades (siempre frágiles), pero las relaciones entre las personas y entre éstas y las instituciones públicas y privadas no suelen cobijarse en normas universales y eficientes. En demasiados casos es la ley del más fuerte la que se impone, reproduciendo no sólo asimetrías sino inyectando altas dosis de agravio y rabia. Si a ello le sumamos que la economía no crece como debiera, las desigualdades permanecen, la pobreza resulta inamovible, quizá podríamos entender de mejor manera el agrio malestar que como un halo acompaña a nuestra democracia. Si la convivencia social, llamémosla moderna, supone estar asentada en tres pilares, en México sólo hemos construido uno, mientras dos se encuentran desfigurados. Es de temerse que si no somos capaces de revertir esa situación, el disgusto con las piezas que hacen posible la democracia se siga extendiendo.1

Las siguientes notas no son un balance de tres años de gobierno, más bien intentan, de forma gruesa, dar cuenta de un proyecto y un quiebre en el mismo. Servirán en todo caso para llamar la atención sobre un asunto que me parece central: que para emprender una política ambiciosa es imprescindible (al parecer) asentarla sobre una plataforma firme.

La presente administración inició a tambor batiente. El Pacto por México, signado por los tres principales partidos del país y el gobierno de la República, resultó de un reconocimiento político elemental, pero fundamental. Dado que ninguno de los tres partidos (PRI, PAN y PRD) tenía los votos suficientes en el Congreso como para hacer su —simple— voluntad, era necesario negociar y acordar para sacar adelante una agenda ambiciosa.

No era, por supuesto, el primer pacto. Desde 1997 en la Cámara de Diputados y desde el 2000 en la de Senadores toda iniciativa que ha prosperado ha sido resultado de un acuerdo entre dos o más partidos. Desde una reforma constitucional hasta la creación de una comisión, pasando por reformas a las leyes, la aprobación de la Ley de Ingreso o el Presupuesto, fueron resultado de la suma de voluntades en el Legislativo. Lo nuevo era la ambición del Pacto. No ya negociaciones puntuales y efímeras, sino un extenso abanico de reformas con el propósito de rebasar la coyuntura.

Era además el reconocimiento fáctico de una realidad del tamaño de una catedral. Que cuando el gobierno no tiene mayoría en el Congreso está obligado a negociar con otras fuerzas. Y también (o así lo quise entender) el abandono de algunas ideas peregrinas que en su momento expuso el candidato presidencial Enrique Peña Nieto, en el sentido de que había que modificar la fórmula de integración de las Cámaras del Congreso para que la traducción de votos en escaños diera mayoría absoluta —aunque fuese artificial— a un partido. (Recuerden la intención proclamada de reintroducir una mal llamada cláusula de gobernabilidad.)

La agenda fue ambiciosa, la negociación compleja y las tensiones en los partidos de oposición una vez que se dio a conocer, públicas y notorias. Aun así el Pacto aguantó y generó reformas en las siguientes materias centrales: educativa, telecomunicaciones, energética, fiscal, financiera, política. Y si bien cada una de ellas merece un examen particular, lo cierto es que se trató de un inicio en el cual la política, la política democrática (la que supone acuerdos cuando nadie tiene la mayoría), parecía ofrecer un rumbo, un horizonte.

Cierto, desde el inicio el Pacto fue criticado. En las propias filas de los firmantes aparecieron voces discordantes (había sido tan “cupular” que ni siquiera los coordinadores de los grupos parlamentarios estuvieron al tanto). Y no faltaron las descalificaciones que ven en toda negociación una traición. Pero, repito, el arranque contó con la buena nueva de que los partidos más relevantes de México habían forjado un acuerdo.

No obstante, en 2014 se dio un quiebre profundo. El clima de opinión se modificó de manera radical. Y no era para menos. El tema de la “Casa Blanca” por un lado y el asesinato de 43 estudiantes normalistas, por el otro, generaron una ola de indignación que trastocó el rumbo y el ambiente en el cual se desenvuelve la presente administración.

El asesinato de los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa develó con una crudeza inclemente la connivencia de fuerzas policiales y bandas delincuenciales. Fue no la gota sino el cataclismo que barrió con el vaso. La espiral de violencia estaba ahí, los ajustes de cuentas entre particulares y entre delincuentes también, excesos y violaciones a los derechos humanos por parte de las “fuerzas del orden” habían sido documentados. Pero los sucesos de Iguala ilustraron con un dramatismo extremo que aquellos que teóricamente debían proteger la vida de los ciudadanos eran capaces de convertirse en los esbirros y cómplices de las bandas criminales. La ola de indignación que se desató sigue reverberando en el ambiente nacional.

Por otro lado, la presunción de que la corrupción —el tráfico de influencias— está instalada en la cúspide del poder y que resulta impune, desató otra oleada de irritación que no cesa. Anudados ambos casos modificaron el clima de la política nacional.

Si esto fuera una fábula se podría decir que al parecer todo proyecto tendrá pies de barro si no se asienta en un basamento elemental de respeto a los derechos humanos y de gestión republicana (no corrupta). Se trata de dos de las asignaturas que hay que atender con celeridad si no se quiere que la de por sí debilitada confianza se adelgace aún más. Compromiso irrestricto con la defensa de los derechos humanos —y castigos puntuales y claros para quienes se atrevan a vulnerarlos— y señas inequívocas de combate a la corrupción parecen ser dos asuntos de hoy, si es que queremos construir un mañana inclusivo.

Si estos apuntes no están demasiado descarriados hay asignaturas pendientes que se derivan de un germinal régimen democrático herido por su entorno y otras que se desprenden de la coyuntura.

 

1 El primer apartado, sin buscarlo, acabó siendo un resumen muy apretado de mi más reciente libro, La democracia como problema (un ensayo), publicado por El Colegio de México y la UNAM en la colección Grandes Problemas, 2015.