Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
14/11/2016
El maremoto estadounidense obliga a pasar, de la perplejidad, a la responsabilidad. Después del martes vamos cosechando claves para articular explicaciones: la ilusión que crearon las encuestas, la intromisión política del FBI, las debilidades de la señora Clinton, la perversa estructura del sistema electoral estadounidense, las limitaciones del voto hispano, el conservadurismo de la mitad reaccionaria en Estados Unidos y la incapacidad de los grandes medios para dar cuenta de esa otra realidad tan distante del liberalismo neoyorquino y californiano.
Pero hoy es urgente comprender y enfrentar la amenaza que significa el triunfo de Donald Trump. La propuesta supremacista y bélica, el fundamentalismo racista, el desprecio explícito por los derechos humanos, el atrabiliario desdén por las mujeres, la negación de realidades palmarias como la crisis ambiental, dominan las convicciones y el temperamento de quien será el personaje más poderoso del mundo. Las represalias que ha anunciado contra México son un desafío que resulta infantil e imprudente tratar de ignorar. Las que hasta hace unos días eran balandronadas de campaña, que nos pudieron parecer ridículas o delirantes, ahora son compromisos expresos del próximo presidente de Estados Unidos.
Si Trump ha anunciado un muro fronterizo, tenemos que pensar que hará de ese desvarío un motivo de amago constante por muy difícil que sea su construcción completa. Si se propone intervenir las remesas que envían los mexicanos que trabajan allá, creando impuestos o con acciones administrativas e incluso policiacas, hay que diseñar desde ahora medidas de defensa y respaldo a esos compatriotas nuestros. Si anticipa que promoverá una repatriación masiva, no tiene sentido esconder la cabeza como si desconociéndola esa posibilidad dejase de ser cierta.
Hoy como nunca, México necesita una diplomacia conducida con claridad, energía y autoridad. Hoy más que antes, requerimos cambios en la economía para enfrentar las agresiones del desquiciado que despachará en la Casa Blanca. Tendríamos que estar diseñando ya un plan de emergencia que involucre a la sociedad organizada, a los empresarios, a los partidos políticos. Tendríamos que disponernos a un esfuerzo de unidad, sin cancelar las numerosas diferencias que resultan de perspectivas y ambiciones muy diversas pero reconociendo que, como país, enfrentamos una amenaza que nos afecta a todos. En vez de ello el gobierno y la sociedad, salvo excepciones, han permanecido pasmados ante el desenlace electoral.
Donald Trump hizo de México el eje central de su campaña. A partir de una descalificación irracional pero enfática de nuestro país y de los migrantes mexicanos construyó un adversario y se dedicó a vituperarlo. Por muy desmedidas que hayan sido esas bravatas, ahora se traducirán en decisiones perjudiciales para México. El ahora presidente electo no es sólo un personaje mimetizado con el fundamentalismo conservador que pervive en amplias franjas de la sociedad estadounidense. Además es un político pragmático que buscará mantener el respaldo que obtuvo en las urnas y para ello arremeterá contra México y los mexicanos. Por eso no se le puede enfrentar con acciones ni declaraciones convencionales. Eso es lo que no ha entendido el gobierno de nuestro país.
Unas horas después del resultado electoral, en París el presidente Francois Hollande hizo una declaración que es ejemplo de talento y liderazgo: “Esta elección estadounidense abre un período de incertidumbre, que debo abordar con lucidez y claridad. Estados Unidos es un socio primordial para Francia. Lo que está en juego es la paz, es la lucha contra el terrorismo, es la situación en Medio Oriente, son las relaciones económicas y es la conservación del planeta. Sobre todos estos temas, entablaré sin demora una discusión con la nueva administración estadounidense, cuyas funciones se inician el 20 de enero. Pero lo haré con vigilancia y franqueza, pues algunas de las posiciones asumidas por Donald Trump durante la campaña estadounidense deben confrontarse con los valores y los intereses que compartimos con Estados Unidos. La amistad entre nuestros dos pueblos y nuestra historia común nos ayudarán”.
No hay condescendencia ni falsas ilusiones en el gobierno de Francia ante la ascensión de Trump. No tiene sentido callar tales diferencias: sólo se pueden arrostrar si se les reconoce con toda franqueza.
Ese mismo miércoles 9 la canciller alemana, Angela Merkel, dijo: “Alemania y Estados Unidos están ligados por los valores de la democracia, la libertad, el respeto de los derechos y de la dignidad humana, independientemente del color de la piel, de la religión, del género, de la orientación sexual o de las convicciones políticas. Propongo una cooperación estrecha al futuro presidente de Estados Unidos en base a esos valores”. La única manera para que la política esté orientada por los principios es precisarlos. Cuando se les soslaya, por precaución o temor, se les comienza a erosionar.
La declaración del presidente Enrique Peña Nieto ante la victoria electoral del candidato que ha ofendido, difamado y amenazado a nuestro país fue notoriamente insuficiente. Tuvo un destello de compromiso que resulta plausible cuando dijo que, en defensa de los mexicanos donde quiera que se encuentren “me entregaré con toda mi capacidad, auténticamente en cuerpo y alma”.
El resto del mensaje desde Los Pinos fue una retahíla de lugares comunes: somos aliados, socios y vecinos; cuando a aquellos les va bien a nosotros también y viceversa; los mexicanos somos esforzados; con Trump queremos una relación cordial y amable. Pues sí. Todo eso es cierto. Pero no basta. Para propiciar la cohesión que hoy más que nunca tendrían que afianzar nuestra sociedad e instituciones políticas no resultan suficientes los llamados retóricos. Para enfrentar el inminente jaloneo que entre el gobierno de Estados Unidos y México de nada sirve la palabrería. Tenemos que reconocer la nueva circunstancia, hacer explícitas las amenazas que implica y diseñar una estrategia con propuestas y acciones precisas.
Por eso las declaraciones iniciales del Secretario de Hacienda y el gobernador del Banco de México cuando recordaron la cuantía de las reservas financieras y la solidez de las instituciones de nuestro país fueron, por lo menos, insuficientes. Después del resultado electoral lo que necesitamos son medidas claras. Por eso también, la exhortación de Peña Nieto el viernes para que “dejemos de lado el pesimismo y optemos por ser positivos” da cuenta de la ausencia de la visión de Estado que, ahora como nunca, necesita México. Para el presidente nuestra capacidad para hacer el país que queremos “depende, realmente, de la buena vibra, de la energía que proyectemos”.
Nuestros gobernantes no han reconocido la complejidad ni la emergencia que plantea el resultado electoral. A muchos mexicanos nos gustaría respaldar a un presidente y a un Estado con un diseño claro de lo que hace falta decir y hacer para enfrentar este panorama. Para eso es indispensable hablar —y hablarle a Trump— con claridad, inteligencia y dignidad. Si no lo hacen el presidente y las fuerzas e instituciones políticas, lo hará la sociedad.
Millones de mexicanos están en riesgo de deportación (Trump dijo ayer que, para comenzar, expulsará dos a tres millones de personas sin especificar su nacionalidad). Algunos de ellos han sido víctimas del clima de odio que se extiende con rapidez especialmente en las zonas en donde ganó el candidato republicano. Las organizaciones de mexicanos en ese país tienen nuevas y difíciles tareas. Al mismo tiempo en la mitad del pueblo estadounidense que no votó por Trump hay muchos que transitan de la desilusión a la organización y se preparan para una batalla cívica de al menos cuatro años.
Nuestro país tiene que respaldar la acción de esos mexicanos e identificarse de manera expresa con el movimiento social que cuestiona el racismo y el proteccionismo del nuevo presidente. Cuando tenemos al menos doce millones de mexicanos en Estados Unidos y ante las amenazas para privarlos de su libertad y de lo que ganan con su trabajo, la vieja doctrina de la no intervención pierde sentido.
Las buenas vibras, para emplear el lenguaje presidencial, no estorban. Pero la decisión colectiva que es preciso construir no surgirá de convocatorias motivacionales sino de propuestas y de un liderazgo capaz de persuadir a la sociedad en esta circunstancia difícil. Es posible que en Los Pinos no lean a Gramsci pero no hace falta demasiada ciencia política para comprender que el pesimismo de la inteligencia antecede y nutre al optimismo de la voluntad.