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Crisis alimentaria, peligro que sigue

Fuente: La Crónica

Ciro Murayama

El colapso de los rendimientos financieros en los países centrales, que ha exigido la intervención pública para el rescate de instituciones y ahorradores, ha eclipsado al que había sido el tema de atención y preocupación económica mundial durante la primera mitad del año: la carestía global de alimentos. Si ese era un asunto prioritario y, en apariencia y de acuerdo con las primeras planas de la prensa en todo el orbe, ya no lo es, conviene preguntarse por qué. En primer término, es cierto que los precios de los alimentos, que habían venido creciendo rápidamente, ya no lo han hecho e inclusive han disminuido un poco en los últimos meses. Ello puede crear la impresión (falsa) de que el problema ha pasado y, en consecuencia, ya no es necesario prestarle tanta atención.

En segundo lugar, el impacto que produjo la caída en efecto dominó de los mercados bursátiles, la insolvencia de instituciones financieras que unas semanas antes recibían las más altas calificaciones por las empresas auditoras, así como la magnitud de los rescates que han iniciado los gobiernos, por sí mismo atraen las miradas de los responsables de las políticas económicas, encabeza las agendas de los organismos multilaterales y capta la incredulidad y los temores de lo que podemos llamar la opinión pública global. Sin embargo, los factores de mayor peso que provocaron el fin de la era de los alimentos baratos siguen presentes y latentes, de tal suerte que la inseguridad alimentaria es un riesgo aún presente aunque ahora los titulares se concentren en la inseguridad financiera. Más allá de los factores coyunturales, conviene recordar qué elementos estructurales condujeron a la subida de los precios de la comida. Entre ellos hay que destacar los que se generan en la oferta, es decir, en la producción.

Distintos indicadores permiten comprobar que el ritmo de crecimiento de la productividad agrícola viene disminuyendo. Esto es, producir más cada vez resulta más difícil. Ello puede explicarse por un agotamiento de la extensión de la frontera agrícola; así, las tierras susceptibles de ser incorporadas a la producción de alimentos —tanto vegetales como ganado- prácticamente están cubiertas en el mundo entero. Asimismo, los frutos de la llamada “revolución verde” de los años 60 del siglo pasado han tocado su cúspide. Es decir, la ampliación de la productividad de la tierra y las semillas a partir de la introducción de sistemas de riego, de maquinización del campo y de uso de fertilizantes e insecticidas habrá alcanzado su límite. Junto a dichos procesos es oportuno considerar los efectos que el cambio climático va generando sobre las cosechas: sea por sequías agudas o por inundaciones, crecen los volúmenes de producción perdida cada ciclo agrícola, en especial en los países menos desarrollados y más vulnerables a los saldos negativos de la alteración de los ecosistemas.

Además, parte de los recursos que antes se destinaban a la producción agroalimentaria capital, tierra, semillas, etc. se han desviado a la producción de insumos para generar bioenergéticos, como el etanol. Por el lado de la demanda, la salida de la pobreza de 400 millones de habitantes en Asia en los últimos 25 años ha generado un cambio en la dieta alimenticia global. Baste decir, por ejemplo, que si a mediados de los 80 un habitante en China consumía 20 kilos de carne al año, hoy consume 50 kilos. Aunada a esta “carrera” por comida entre los habitantes del mundo, hay que sumar a un nuevo competidor: las máquinas que necesitan combustibles elaborados a partir de energéticos renovables.

La demanda mundial de alimentos está definida por dos grandes variables: el tamaño de la población y su ritmo de crecimiento, así como el nivel de ingresos. La población ya no crece tan rápidamente como en el pasado pero sigue en expansión, y la expectativa de que no suban los precios de los alimentos no puede ser que el mundo esté estancado económicamente, esto es, que las distintas naciones no consigan acabar con sus niveles actuales de pobreza. México produce sólo el 60% de los alimentos que consume. Siendo así, el encarecimiento de los precios internacionales de alimentos aumenta el gasto nacional en los mismos, e implica “importar” inflación al comprar granos más caros en el mercado mundial. Así, si bien nuestra economía no crece rápidamente, sigue siendo deficitaria y su déficit puede ser aún mayor si no aumentamos la producción nacional para lo cual se requerirían inversiones extraordinarias que en este contexto de recesión y caída del crédito sólo podrían provenir del sector público.

La crisis financiera puede crear la idea de que ese es el problema prioritario, pero ello no implica que se hayan conculcado los riesgos alimentarios. La dependencia externa de alimentos, que se ha exacerbado en los años de preeminencia del mercado abierto en la economía mexicana, nos coloca en una situación de fragilidad en el tema más importante de la economía en la historia de la humanidad: la capacidad de asegurar la alimentación y, por ende, la reproducción de la población. En este sensible tema estamos en peligro, aunque eso no aparezca por ahora en las noticias de la televisión o la radio ni en las ocho columnas de la prensa ni aunque al gobierno se le haya olvidado.

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