Rolando Cordera Campos
La Jornada
05/08/2018
Hay que repetirlo: la mejor política social es una política económica que esté dirigida al crecimiento y la igualdad. Pero, agreguemos, que esa combinación virtuosa no es común que se logre en sociedades complejas, heterogéneas y divididas como lo son las capitalistas.
Por ello es que la política social destinada a proteger a los más débiles y vulnerables, o a los que han perdido su trabajo es necesaria. Incluso, es indispensable para darle a un sistema económico articulado por la desigualdad y la competencia un mínimo de estabilidad social y, en lo posible, política. En México entendimos, por muchos años, a la política social como un suplemento del desarrollo y la expansión económica que irrumpía y alteraba el viejo orden social, pero ofrecía recompensas y compensaciones a los afectados por esos cambios.
El tránsito del campo a la ciudad que crecía y se industrializaba es la figura por excelencia de estos cambios, a los que más o menos pronto se unió una política salarial que, sin afectar las ganancias, aseguraba emolumentos crecientes a un número también en ascenso de trabajadores.
Durante la segunda mitad del siglo XX, esa proletarización segmentada de la sociedad se vio acompañada, además, por la seguridad social, cuya ampliación llegó a ser vista como el sucedáneo institucional más promisorio de las reformas sociales redistributivas realizadas por el presidente Cárdenas. El corporativismo político que se impuso, después de la segunda guerra, desnaturalizó este esquema de relaciones sociales y redistribución administrada y sus resultados se vivieron en los años 50 con y en las grandes huelgas obreras.
Con todo, a esa tragedia de la Revolución hecha gobierno, siguieron intentos correctivos por la vía de los salarios reales al alza, la ampliación de los servicios básicos del Seguro Social y una urbanización que contemplaba planes de mejoramiento del hábitat para los trabajadores.
La política social como tal no era nombrada así y, en todo caso, se desplegaba como programas específicos para sectores y regiones marginadas o afectadas por la pobreza masiva. También, buscaba subsanar las carencias elementales de agua y alcantarillado, electricidad o comunicaciones en muchas comunidades.
Rumbo al final del siglo, se hizo evidente que la economía no podía con la carga del compromiso constitucional de la justicia social y que el mercado no sólo no resolvía el problema de la pobreza con desigualdad sino lo agudizaba. Entonces vino la política social como compensación y alivio, según el caso, y hasta como palanca para rescatar o ampliar la legitimidad erosionada o de plano perdida. Con todo, se trató de un conjunto de programas que acabaron siendo esfuerzos focalizados para los más pobres y su contención y no necesariamente su mejoramiento efectivo. En esas seguimos.
Llegó la hora de revisar y reconsiderar. No tanto para echar al niño con el agua sucia de la bañera, como claman algunos iracundos enemigos de la asistencia y el apoyo a los más pobres, sino para reivindicar como componentes fundamentales algunos de sus viejos vectores.
Por eso es por lo que se insiste en la liga amigable de la política económica con la social y se enfatiza el tema de las relaciones sociales como punto de partida de una política social que debe convertirse en sistema universal de protección. Si el empleo y los salarios dignos no están inscritos en una estrategia de largo plazo, no habrá política social que dure y aguante la presión airada de los pobres que están convencidos de que ganaron el gobierno. Tampoco habrá estabilidad social o política sin la construcción o ampliación sostenidas de infraestructuras físicas e institucionales comprometidas con el apoyo a los más.
La política social tiene que ser la de la construcción de un Estado de bienestar digno de tal nombre, requiere de muchos recursos pero, sobre todo, de un amplio y generoso compromiso de todos los actores.