Mauricio Merino
El Universal
27/01/2016
El tema de la corrupción y de sus lamentables efectos en la vida pública de México persigue al presidente Peña Nieto de manera cada vez más persistente. La prensa internacional ha amplificado la indignación incubada en el país y aquí no pasan quince días sin que haya un nuevo escándalo para subrayar la profundidad de ese fenómeno. Al caso Moreira le precedieron los jóvenes desaparecidos, las conversaciones entre El Chapo y los famosos, la propia fuga de Guzmán, los contratos amañados, los desaparecidos anteriores, las casas regaladas…
No obstante, el Presidente parece abordar el tema con una enorme parsimonia; con la distancia de las cosas que no merecen la atención principal del jefe del Estado, más allá de alguna declaración templada y de algún discurso matizado por la idea tenaz de que la corrupción es un asunto de raigambre cultural que exige “domar la condición humana”. No se aprecia atribulado, ni se observa ningún gesto que demuestre su interés personal en cancelar las fuentes de la corrupción, ni ha salido tampoco a la luz pública ninguna decisión que pruebe que el asunto esté entre las prioridades del gobierno.
Me pregunto a qué obedece esa distancia calculada: si refleja su actitud sincera, dando por hecho que la corrupción se contendrá de manera paulatina con las reformas que vendrán de todos modos; o si responde a la muy cercana convicción de que más vale no “hacer olas”, porque reconoce que su gobierno no podrá modificar gran cosa y el tema podría salirse de control. No está claro si el desaire a la opinión pública responde a que está muy cerca de este tema y ha elegido controlar los daños a la defensiva o si, de plano, le tiene francamente sin cuidado y ha preferido delegarlo entre sus subordinados.
En otros países, ha bastado un tercio de lo que ha ocurrido en México para que los gobiernos reaccionen ante los escándalos de corrupción con prisa y con la mayor fuerza posible, advertidos sobre los efectos corrosivos de la inmovilidad. Los gobiernos de Brasil, de Chile, de España, de Guatemala y de El Salvador, entre otros, han pagado facturas muy recientes y muy caras por los abusos cometidos por sus funcionarios. Los que actuaron de manera decidida y oportuna han logrado navegar el temporal a tumbos, mientras que los demorados perdieron elecciones o cayeron.
Aquí, empero, el Presidente parece estar velando armas para reaccionar ante las iniciativas que eventualmente tomen sus oposiciones y actuar, acaso, cuando llegue el momento de diseñar la letra fina del sistema destinado a combatir la corrupción. Sin embargo, hasta ahora no se avizora una estrategia audaz, ni una actitud de liderazgo, ni una narrativa fuerte para darle un golpe de timón al tema. Hay silencio y calma chicha, como si el asunto tocara a las áreas periféricas de comunicación social y no al corazón mismo de la concepción y de la operación cotidiana del gobierno. Y entretanto, el plazo para legislar y actuar en la materia se le va escurriendo entre las manos. Y en política —sabemos— el tiempo perdido es irrecuperable.
Quizás el Presidente esté tan lejos de este tema, que haya decidido mantenerse como un árbitro a la hora de legislar los detalles del Sistema Nacional Anticorrupción, para tomar lo mejor de las propuestas de otros y cobijarse con la legitimidad que eventualmente le darán esas reformas; pero también es posible que esté tan cerca, que haya preferido elegir el momento oportuno para resistir y aun combatir cualquier iniciativa que ponga en riesgo sus redes de control político. Tan lejos como para dejar que otros resuelvan el contenido del sistema o tan cerca como para impedir que las reformas desafíen su autoridad. Como sea, el tiempo se le está viniendo encima para “domar la condición humana” que está marcando su sexenio.