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Épica sin ética Ricardo Raphael de la Madrid El Universal 19/01/2009

En gran parte del territorio nacional las autoridades fiscales están siendo desplazadas por recaudadores privados de impuestos que son mucho más eficaces a la hora de ejercer su muy peculiar oficio.

Son cada día más los mexicanos que, a la lista de contribuciones tales como el IVA, el ISR, el IETU o el Predial, han debido sumar el pago del narco-impuesto.

En los hechos, las autoridades adscritas a la Hacienda Pública han extraviado su monopolio legal porque hoy las redes del crimen organizado compiten exitosamente por la atribución impositiva.

Denuncias a propósito de esta grave circunstancia aparecen crecientemente en las páginas de los diarios locales, sin que las autoridades federales —responsables de conjurarla—, se hayan servido tomar nota seria sobre el asunto.

El pasado 19 de enero, nuestra colaboradora Lydia Cacho denunció en estas páginas la manera en que los nuevos recaudadores actúan en Playa del Carmen, Quintana Roo. A los propietarios de comercios establecidos en la 5ª Avenida de esa localidad les piden alrededor de 30 mil pesos mensuales a cambio de evitarles molestias por parte de los sicarios. Ahora que, si se trata de hoteles de cinco estrellas, el narco-impuesto alcanza la estratosférica suma de 50 mil dólares mensuales.

En Tampico, Tamaulipas, los concesionarios de automóviles están obligados a donar hasta dos camionetas de lujo al mes a cambio de idénticos beneficios. En Veracruz esta plaga golpea también. Alberto J. Olvera denunció el pasado 9 de enero, en esta sección, la mecánica recaudatoria de las mafias en su entidad.

Si los comerciantes o los restauranteros, los ganaderos o los dueños de pequeñas propiedades rurales, entre tantos otros, no acceden a cubrir las cuotas requeridas, los narco-cobradores recurren al secuestro, al cierre temporal de los establecimientos o de plano, al asesinato. Afirma Olvera que esto último fue lo que les ocurrió a dos líderes del comercio ambulante en las ciudades de Xalapa y Minatitlán, durante el mes de septiembre del año pasado.

Tales historias aquí recogidas se expresan y multiplican en Morelia, Zacatecas, Ciudad Juárez, Tijuana y así, en cada una de las poblaciones donde el Estado mexicano no gobierna más. Lugares en los cuales la autoridad legal ha sido sustituida por otra, cuya eficacia para proveer seguridad a cambio de contribuciones particulares ha dejado de ser excepcional.

Mientras tanto, las impertérritas autoridades policíacas permanecen cruzadas de brazos, o de plano han terminado aliadas con sus nuevos y muy poderosos patrones. Lydia Cacho recoge el testimonio de una comerciante de Playa del Carmen quien, al acudir ante el jefe municipal de la policía para denunciar el acto de extorsión al que estaba siendo sometida, obtuvo la siguiente respuesta: “Son los Zetas, no se puede hacer nada, denles lo que puedan.”

Si el Estado no sirve para cobrar impuestos y tampoco para ofrecer, en intercambio, seguridad en las propiedades y la vida de sus ciudadanos, ¿entonces, para qué sirve? Hoy compite el poder público con otras formas de autoridad que evidentemente le están ganando la batalla.

Primero perdimos en México a las autoridades policíacas. Durante la última década, en todos los ámbitos —municipal, estatal y federal—, la fuerza civil del orden público se ha desmoronado. Estos cuerpos encargados de brindar seguridad han sido infiltrados, comprometidos y finalmente desmantelados.

Fue por esta razón que el gobierno federal decidió involucrar al Ejercito en la tarea de perseguir a los delincuentes organizados. Una solución riesgosa que sólo ayuda a salir momentáneamente al paso del terrorífico estado de inseguridad que padecemos los mexicanos.

El fenómeno del narco-impuesto añade ahora otra preocupación.También la Secretaría de Hacienda y Crédito Público está siendo suplantada, y con ella, el resto de las autoridades fiscales del país.

¿Amparos electorales? Lorenzo Córdova Vianello Revista nexos No. 367• Julio de 2008

Aunque la legislación mexicana señala que el juicio de amparo no procede en materia electoral y de que los actos que eventualmente dañen los derechos político electorales pueden ser revisados por el Tribunal Electoral, distintos actores —entre los que destacan Televisa y TV Azteca— han insistido en la vía del amparo contra las nuevas disposiciones electorales, y en algunos casos han obtenido suspensiones provisionales.

Es menester que la Suprema Corte aclare una vez más si procederá el amparo en materia electoral pues, mientras tanto, las encomiendas constitucionales de la autoridad electoral están siendo obstaculizadas por las acciones que han emprendido las dos principales Históricamente el juicio de amparo ha sido la vía jurídica primordial para proteger los derechos fundamentales frente a los eventuales abusos del poder del Estado.

Desde su introducción en 1847 y hasta que la reforma al sistema judicial de 1994 introdujo la figura de las controversias constitucionales y de las acciones de inconstitucionalidad, el amparo fue el único mecanismo judicial para confrontar a los actos de autoridades y a las leyes que eran violatorias de la Constitución. Con todo, y más allá de la importancia de este recurso, el juicio de amparo ha adolecido —y sigue padeciendo— graves limitaciones en su función de garantía. En primer lugar destaca la llamada “fórmula Otero”, principio que lo ha acompañado desde su institución, y que supone que sus efectos benefician sólo al quejoso que ha demandado la protección de la justicia federal. Así, los actos o —peor aún— las leyes que hayan sido declaradas contrarias a la Constitución en un juicio de amparo determinado, siguen siendo válidas y aplicables a todos los demás individuos —en tanto no se amparen a su vez—. Hoy en día hay un consenso generalizado en revisar el efecto “relativo” de las sentencias de amparo, pero ello supone modificar la Constitución y la ley de la materia.

Otra limitación del amparo —ésta de tipo meramente práctico— se plantea por el hecho de que, al ser este recurso altamente especializado, y consecuentemente oneroso, en los hechos, se ha convertido en un mecanismo de defensa profundamente elitista y al alcance casi en exclusiva de quien tiene la capacidad económica para contratar a un buen despacho jurídico que lo asesore. Por último —y volviendo a las restricciones jurídicas—, el amparo ha sido un recurso improcedente en materia electoral desde que, a finales del siglo XIX, se impuso la llamada “tesis Vallarta” que suponía que los derechos políticos no eran defendibles por la vía del amparo. De hecho, la Ley de Amparo (vigente desde 1936) recoge expresamente ese criterio al establecer en la fracción VII de su artículo 73 que: “El juicio de amparo es improcedente… VII.- Contra las resoluciones o declaraciones de los organismos y autoridades en materia electoral”. Este hecho provocó que, salvo a través de los recursos excepcionales que en su momento se establecieron como competencia de la Suprema Corte de Justicia (la facultad de investigación de hechos graves contra el voto público —suprimida en la reciente reforma electoral— y el recurso de reclamación —vigente de 1977 a 1986—), los ciudadanos estuvieron por largo tiempo indefensos frente a actos abusivos de las autoridades en materia electoral.

Este hecho provocó que, salvo a través de los recursos excepcionales que en su momento se establecieron como competencia de la Suprema Corte de Justicia (la facultad de investigación de hechos graves contra el voto público —suprimida en la reciente reforma electoral— y el recurso de reclamación —vigente de 1977 a 1986—), los ciudadanos estuvieron por largo tiempo indefensos frente a actos abusivos de las autoridades en materia electoral. El escenario cambió radicalmente a partir de la reforma de 1996 cuando se estableció, por primera vez, un mecanismo para que los ciudadanos pudieran acudir directamente ante una instancia judicial, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, a través del Juicio para la Protección de los Derechos Político-electorales de los Ciudadanos, a defender sus derechos políticos frente a actos contrarios a la Constitución.

Congruente con esos cambios, una década después, la reforma electoral de 2007 fortaleció esa vía de protección al establecer que el Tribunal Electoral puede juzgar la constitucionalidad de leyes electorales y no aplicarlas en caso de que resulten contrarias a la norma fundamental. Ese nuevo mecanismo de defensa de los derechos políticos fue considerado por muchos como un instrumento paralelo al juicio de amparo pero creado específicamente para la materia electoral. El cambio fue sustantivo, al grado que uno de los máximos exponentes del garantismo jurídico, Luigi Ferrajoli, en su última obra, Principia Juris, específicamente señala a la jurisdicción electoral mexicana como un ejemplo de garantía secundaria, a nivel mundial, de los derechos políticos.

La improcedencia del juicio de amparo en materia electoral, establecida en la ley, ha sido ratificada, además, en numerosas ocasiones por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. El último caso notable fue el amparo con el que Jorge Castañeda pretendió impugnar la norma del código electoral que determina la exclusividad que tienen los partidos de presentación de candidaturas a cargos de elección popular y que fue desechado por el máximo tribunal del país por no ser ésa una vía jurídica adecuada. Sin embargo, la vía del juicio de amparo ha sido recurrentemente utilizada como un mecanismo para entorpecer la actuación de las autoridades electorales. En efecto, más allá de su improcedencia, en numerosas ocasiones diversos actores han interpuesto amparos en contra del IFE, o en contra de leyes electorales, buscando con ello anular o, al menos, dificultar los actos que de manera legítima despliega esa autoridad electoral.

El derecho de amparo, en efecto, contempla como una medida cautelar la figura de la “suspensión” (que puede ser, sucesivamente, “provisional” y luego “definitiva”) que tiene por objeto que el acto reclamado se suspenda hasta en tanto se resuelve en definitiva el juicio. La idea es que hasta que no se determine la conformidad o no con la Constitución de los actos que se reclaman en la sentencia, éstos dejan momentáneamente de surtir efecto. De esta manera, la interposición de amparos en materia electoral, que, como hemos señalado son legalmente inviables, en muchas ocasiones buscan que se otorguen por el juez esas suspensiones precautorias, frenando, aunque sea temporalmente, la actuación de los órganos electorales, hasta en tanto el amparo no sea desechado por improcedente.

Lo anterior no sería grave si no fuera por el hecho de que la resolución de sobreseimiento de los amparos por notoria improcedencia suele durar varios meses. El caso “Amigos de Fox” ilustra bien las implicaciones de ese hecho. En ese asunto —resuelto en 2003— las investigaciones del IFE se vieron interrumpidas porque varios de los sujetos involucrados en la red de financiamiento ilícito indagada promovieron diversos amparos en los que los jueces les concedieron suspensiones definitivas. Al final todos esos amparos terminaron por sobreseerse y el IFE pudo continuar sus pesquisas pero después de ¡nueve meses de interrupción! Hoy el escenario parece repetirse. Desde que se aprobó la reforma constitucional en materia electoral en noviembre pasado, se han presentado una serie de amparos por grupos empresariales, académicos y periodistas, así como por concesionarios de radio y televisión.

Las razones que han motivado los amparos han sido varias pero, en términos generales, casi todos coinciden en señalar que el nuevo esquema de acceso a la radio y la televisión, que parte de la prohibición de contratación de propaganda política-electoral, del uso de los tiempos oficiales para que los partidos políticos tengan presencia en esos medios y del hacer del IFE la autoridad reguladora en esta materia, viola el derecho de libertad de expresión. De entre esos recursos destacan los amparos interpuestos por las dos principales televisoras del país: TV Azteca y Televisa. TV Azteca presentó dos amparos, uno en contra de la reforma electoral y otro contra los actos del IFE en aplicación de la misma. El primero fue admitido a “estudio” —como si se requiriera un análisis sesudo para percatarse que se trata de casos con trasfondo electoral— por una juez de distrito; el segundo, en cambio, fue rechazado desde un principio.

Ante ese hecho, la televisora sagazmente decidió incorporar todos los agravios planteados en el amparo rechazado en el primero de ellos a título de ampliaciones a la demanda original. Para evitar nuevos rechazos, y aprovechándose de la permisividad de la primera juez, en ese amparo se han incorporado también las multas a las que el IFE condenó a TV Azteca por negarse a transmitir las pautas de publicidad de los partidos políticos que le habían sido remitidas por dicho instituto; todo ello, se insiste, como ampliación de su demanda. Esa estrategia jurídica, por el momento, no ha sido del todo errada, pues inexplicablemente la juez que conoce del amparo ha determinado, por ejemplo, la suspensión definitiva de la multa de más de cinco millones de pesos impuesta a la televisora del Ajusco. Al final del día es casi seguro que el amparo —con todos los múltiples actos que se impugnan, y que aumentan con el paso del tiempo— será sobreseído; pero mientras tanto, conscientemente o no, la actuación de la juez de distrito que desahoga el caso está entorpeciendo la actuación del IFE en una tarea que, de por sí, está resultando sumamente compleja: la de aplicar las nuevas disposiciones que introdujo la reforma.

Por su parte, Televisa interpuso un amparo en contra de todo acto y norma imaginable (desde la reforma constitucional, hasta todas y cada una de las resoluciones del IFE en materia de acceso a medios electrónicos de comunicación). El objetivo es claro: seguir la ruta que al menos temporalmente parece haberle rendido frutos a TV Azteca, aunque en este caso, a diferencia de su competidora comercial, Televisa ya ha transmitido las pautas del IFE con lo que se encuentra en el supuesto de “consentimiento del acto reclamado”, que anticipa una derrota judicial clamorosa. Lo peor de todo ello es que la vía expresamente creada para impugnar los actos del IFE, la del Tribunal Electoral, queda en un segundo plano y salvo la televisora del Ajusco que interpuso un recurso, nadie quiere explotarla. Estamos ante un momento muy delicado del que depende la viabilidad de la reforma electoral y en el que los jueces están teniendo una responsabilidad mayúscula. Es también un momento de definiciones de política judicial, porque se vuelve indispensable cada vez más una señal clara de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, para que aclare de nueva cuenta si el amparo procede o no en materia electoral.

En caso de determinarse lo primero, se abre la necesidad de una revisión a fondo de la Constitución y de las leyes que establecen el actual modelo de jurisdicción electoral —que en su diseño actual entraría en crisis— para establecer con precisión las que serían las nuevas competencias de los distintos órganos de justicia y los recursos que procederían en cada caso. En caso contrario, de ratificarse la vigencia del actual modelo —un modelo exitoso y bien edificado—, deberían establecerse criterios uniformes para que los amparos electorales fueran prontamente desechados y que las quejas en esta materia siguieran los cauces institucionales que se establecieron para ello, con lo cual se cerraría la posibilidad de que jueces despistados e ignorantes compliquen innecesariamente la actuación de la autoridad electoral y pongan en entredicho la viabilidad de la trascendental reforma electoral del año pasado.

La libertad limitada Pedro Salazar Ugarte Revista nexos No. 366 • Junio de 2008

democracia no hay libertades ilimitadas: el derecho de unos termina donde empieza el de los otros. Pero ¿cómo interpretar y aplicar la disposición constitucional que prohibe la contratación de propaganda política en los medios electrónicos? ¿Esa restricción se aplica a los particulares sólo en épocas de proceso electoral o en todo momento? Pedro Salazar se hace cargo de este complejo asunto que ya está sobre la mesa de trabajo de las autoridades electorales. I ¿Hasta dónde llega nuestra libertad de expresión en materia política después de la reforma constitucional electoral de 2007? Como hemos visto en últimas fechas, el tema es delicado y las normas no son claras.

Tarde o temprano las instancias jurisdiccionales —en particular el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación— tendrán que delimitar los alcances de las nuevas reglas electorales en materia de acceso a la radio y a la televisión. Y lo que está en juego es la definición de los límites a la libertad de expresión en el ámbito político-electoral en nuestro país. Ni más ni menos. Parto de una premisa contundente: no existen derechos absolutos. Incluso un derecho fundamental tan relevante como la libertad de expresión —que tiene un valor en sí mismo y también un valor instrumental como precondición de una democracia verdadera— puede y debe legítimamente estar sujeto a ciertas restricciones. En ello concuerda buena parte de la doctrina y lo confirma el derecho internacional. El problema está en determinar cuándo son legítimas esas limitaciones y cuáles son las sanciones adecuadas para las eventuales violaciones a las mismas. El tema da para mucho y sobrepasa las posibilidades de este artículo pero constituye, por así decirlo, el telón de fondo de mis reflexiones.

Lo que ahora me propongo es evidenciar la complejidad del reto que supondrá para nuestros jueces electorales interpretar la nueva legislación en esta materia. II Dice nuestra Constitución en su artículo 41: “Los partidos en ningún momento podrán contratar o adquirir, por sí o por terceras personas, tiempos en cualquier modalidad de radio y televisión”. La restricción es clara en sus elementos: vale en todo momento para los partidos y sus personeros, y en todas las variantes posibles de espacios imaginables en la radio y la televisión. Desde esta perspectiva no cabe duda que la compra de espacio televisivo en TV Azteca que hizo el Frente Amplio Progresista hace algunos meses para fijar su posición en contra de la reforma energética fue violatoria de la Constitución.

Tanto los partidos que integran dicho frente, como la televisora cometieron una infracción a la legislación electoral. Los primeros porque, en sintonía con la Constitución, la legislación electoral dice que no pueden “[…] en forma directa o por terceras personas, [contratar] tiempo en cualquier modalidad en radio o televisión” (art. 342, 1, j del COFIPE). Y el concesionario porque tiene prohibida “La venta de tiempo de transmisión, en cualquier modalidad de programación, a los partidos políticos, aspirantes, precandidatos o candidatos a cargos de elección popular” (art. 350, 1, a del COFIPE). La sanción, en este caso, debería resultar de cajón. Pero la Constitución también dice lo siguiente: “Ninguna persona física o moral, sea a título propio o por cuenta de terceros, podrá contratar propaganda en radio y televisión dirigida a influir en las preferencias electorales de los ciudadanos, ni a favor ni en contra de partidos políticos o de candidatos a cargos de elección popular”. Es claro que la limitación vale para cualquiera —de hecho, la Constitución también prohibe la transmisión en territorio mexicano de este tipo de mensajes cuando se contraen en el extranjero— pero no queda claro: a) si la prohibición vale en todo momento o sólo durante los procesos electorales y, b) si la limitación abarca cualquier tipo de posicionamiento político o sólo aquellos que directamente están orientados a incidir en los resultados de las elecciones.

De la respuesta que demos a estas cuestiones dependerá, por ejemplo, la valoración jurídica que corresponde al deplorable spot contratado en Televisa por la organización “Mejor Sociedad, Mejor Gobierno, A. C.”, en el que se comparaba a López Obrador, entre otros, con Hitler, Mussolini y Pinochet. El desafortunado spot remataba con una mención expresa a los partidos que integran el FAP y, en esa medida, parece un caso de fácil solución: el anuncio viola la disposición constitucional porque ésta prohibe la propaganda “en contra de partidos políticos”. Concedamos el punto, pero evitemos el cómodo atajo que el caso concreto nos ofrece. Supongamos que esa mención expresa a los partidos promotores de la toma de las tribunas del Congreso de la Unión no formaba parte del spot y que su contenido sólo se dirigía a defenestrar la imagen de López Obrador y a criticar frontalmente a los legisladores que cancelaron la sede parlamentaria.

En ese supuesto, que puede presentarse cualquier día, ¿estaríamos ante una violación de la Constitución? Existen, al menos, dos interpretaciones posibles. III Me queda claro que durante las campañas electorales la prohibición que nos ocupa tiene vigencia plena. Pero, en abril de 2008, cuando se difundió el spot, no había una elección en curso y el señor López Obrador no era candidato a ningún cargo de elección popular. Desde esa perspectiva, en ese contexto, el spot financiado por la asociación civil de derecha parece ser una libre expresión de ideas en materia política. Esas ideas pueden no gustarnos y, eventualmente, haber causado un daño ilegítimo a la imagen del líder del llamado “movimiento progresista”. Ante lo primero, en una sociedad democrática, nos queda la crítica y, frente a lo segundo, en un Estado de derecho, al sujeto afectado le queda la posibilidad de demandar por la vía del derecho civil. No sólo, en principio, López Obrador podría intentar exigir su derecho a réplica, pero nada más.

Esta interpretación se refuerza si consideramos que el código electoral nos dice que: “Se entiende por propaganda electoral el conjunto de escritos, publicaciones, imágenes, grabaciones, proyecciones y expresiones que durante la campaña electoral producen y difunden los partidos políticos, los candidatos registrados y sus simpatizantes, con el propósito de presentar ante la ciudadanía las candidaturas registradas” (art. 228, 3 del COFIPE). A la luz de esta definición legal parece atinado concluir que la limitación que impone la Constitución, al usar el término “propaganda”, se refiere a este conjunto de medios y acciones de difusión que se realizan “durante la campaña electoral”. Sostener lo contrario —que la limitación constitucional vale en todo momento y para cualquier posicionamiento político— supondría aceptar que nuestra Constitución impone una limitación muy gravosa a la libertad de expresión en una materia particularmente delicada como lo es la política —entendida en sentido amplio. IV Alguno podría objetar que la conclusión anterior es apresurada e imprecisa porque la limitación que impone la Constitución no restringe la libertad de expresión sino la posibilidad de ejercerla a través de la radio y la televisión.

Suena convincente, pero el problema es que, como lo advierten diversos documentos e instancias internacionales, la frontera entre lo primero y lo segundo no es tan clara. El artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, por ejemplo, subraya la vinculación profunda, casi íntima, que existe entre esta libertad y su ejercicio a través de cualquier medio: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. La Convención Americana sobre Derechos Humanos en su artículo 13 reitera la idea y remata, en su párrafo 3, con una disposición contundente: “No se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas, o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones”.

De hecho, en sintonía con estas normas y con otras que nos dicen cuándo y en qué forma es legítimo imponer límites a la libertad de expresión, la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, en el año 2000, aprobó una Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión, de la que conviene rescatar dos párrafos: “5. La censura previa, interferencia o presión directa o indirecta sobre cualquier expresión, opinión o información difundida a través de cualquier medio de comunicación oral, escrito, artístico, visual o electrónico, debe estar prohibida por la ley. Las restricciones en la circulación libre de ideas y opiniones, como así también la imposición arbitraria de información y la creación de obstáculos al libre flujo informativo, violan el derecho a la libertad de expresión. “6. Toda persona tiene derecho a comunicar sus opiniones por cualquier medio y forma […]”. Como puede observarse, a la luz de estas normas internacionales —que, vale la pena advertirlo, no están por encima de la Constitución mexicana pero sirven para orientar su interpretación— la lectura de la restricción impuesta por el artículo 41 constitucional que parece compatible con la libertad de expresión es aquella que limita su vigencia al tiempo de las campañas electorales y al ámbito específico de la política electoral y no de la política en general. V No obstante, aunque no queda claro en la exposición de motivos de la reforma, la intención de los legisladores al modificar la Constitución en 2007 parecía ser otra.

De aquí se desprende una segunda interpretación posible. Después del nefasto espectáculo mediático durante la elección de 2006 y de la abusiva intervención de algunos grupos económicamente poderosos durante la campaña de ese año, el poder reformador de la Constitución optó por una decisión que colocó otros bienes fundamentales para la consolidación de nuestra democracia —como la equidad de las diferentes voces para participar en el debate público— por encima de una concepción irrestricta de la libertad de expresión. De hecho, durante la elección de 2006 estaba vigente una norma legal en esta materia que tenía una redacción mucho menos clara y categórica (“Es derecho exclusivo de los partidos políticos contratar tiempos en radio y televisión para difundir mensajes orientados a la obtención del voto durante las campañas electorales […]”) que fue burlada, entre otros, por el Consejo Coordinador Empresarial y que, por lo mismo, ahora fue reemplazada por la disposición constitucional que conocemos, y apuntalada por otras normas en el código electoral. Desde esta perspectiva cabría interpretar que la nueva restricción es más amplia y ambiciosa: vale en todo momento y para cualquier propaganda política. De hecho, una norma del Código Federal Electoral reformado parece confirmar que, en efecto, los legisladores estaban pensando en una restricción a la contratación de propaganda en todo momento y para cualquier asunto de índole político. Nos dice el nuevo artículo 345 del COFIPE (inciso b, párrafo primero) que es una infracción a la legislación electoral por parte de “los ciudadanos, […], o en su caso de cualquier persona física o moral”: “Contratar propaganda en radio y televisión, tanto en territorio nacional como en el extranjero, dirigida a la promoción personal con fines políticos o electorales, a influir en las preferencias electorales de los ciudadanos, o a favor o en contra de partidos políticos o de candidatos a cargos de elección popular”. La distinción que hacen los legisladores entre “fines políticos o electorales” es la que llama mi atención.

Si bien se refiere a la propaganda orientada a la promoción personal, la redacción de la norma nos permite interpretar que la prohibición también vale fuera de los tiempos de campaña y no sólo para los asuntos electorales. Quienes defienden esta interpretación sostienen que, en el contexto mexicano, después de 2006, una restricción de esta naturaleza a la libertad de expresión está justificada porque de ésta depende la viabilidad de la forma de gobierno democrática. Esta tesis se basa en la legítima existencia de límites a la libertad de expresión. Los propios documentos internacionales a los que me he referido aceptan que la libertad de expresión puede limitarse legalmente cuando, entre otras cosas, estén en riesgo los derechos fundamentales, el orden público o las instituciones democráticas. También nuestra Constitución, en su artículo 6, nos dice que la manifestación de las ideas puede ser objeto de inquisición judicial o administrativa cuando se ataque a la moral, los derechos de terceros, cuando se provoque algún delito o se perturbe el orden público.

No sólo, en el artículo 41, apartado C, establece que en la propaganda que difundan los partidos deberán “abstenerse de expresiones que denigren a las instituciones y a los propios partidos o que calumnien a las personas”. Es decir, la Constitución mexicana acepta límites a la libertad de expresión, por lo que no sería del todo descabellado sostener que la restricción para contratar propaganda vale en todo momento y para cualquier asunto de naturaleza política. VI En lo personal, siguiendo la lógica que ha inspirado a la Suprema Corte de Estados Unidos de Norteamérica, en el sentido de que sólo es lícito imponer ciertos límites a libertad de expresión cuando existe un “peligro cierto y actual” (clear and present danger) de que ciertas expresiones pongan en riesgo un “interés fundamental” (compeling interest) del Estado (por ejemplo, a las instituciones democráticas o a otros derechos fundamentales), me inclino por la primera interpretación.

Prohibir la contratación de propaganda política durante las campañas electorales es una restricción a la libertad de expresión que, en México, hoy, está justificada por nuestra historia reciente y por el enorme reto que supone consolidar una democracia en una sociedad tan desigual y polarizada. Pero no creo que la justificación alcance para imponer la misma restricción en los tiempos no electorales y para cualquier asunto de naturaleza política. Ese extremo, por el contrario, podría vulnerar la democracia porque otorgaría a los concesionarios de los medios y a sus comunicadores, por un lado, y a los gobernantes y a sus voceros, por el otro, el privilegio de colocar en la agenda mediática las únicas opiniones autorizadas. En estos menesteres conviene moverse con cautela porque el verdadero fascista siempre merodea y nunca sabemos cuándo será necesario hacer sonar las campanas. Silenciar hoy a Mejor Sociedad, Mejor Gobierno, A. C. es aceptar que, mañana, puedan silenciarnos.

El control de constitucionalidad y sus dilemas *Lorenzo Córdova Vianello Revista nexos No. 365 • Mayo de 2008

La Constitución es la norma suprema y establece derechos fundamentales que nadie, incluyendo a los poderes públicos, puede vulnerar. Por ello, en caso de que se aprueben normas contrarias a la Constitución, el sistema jurídico prevé acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales ante la Suprema Corte. Sin embargo, hay resquicios legales en nuestro país que hacen viable que leyes violatorias de la Carta Magna puedan mantener plena vigencia. I En toda democracia constitucional que se precie de serlo deben coexistir al menos dos condiciones básicas: a) que el procedimiento de toma de las decisiones colectivas se desarrolle conforme las reglas de la democracia y, b) que se reconozca a favor de los individuos un conjunto de derechos fundamentales, mismos que deben estar garantizados mediante una serie de mecanismos de protección. Lo primero es lo que le da a ese sistema político el carácter de “democrático” y lo segundo lo que le confiere el adjetivo de “constitucional”.

Por lo que hace a este segundo aspecto, es indispensable la existencia de dos instituciones (que vienen a coincidir con los dos tipos de garantías que Luigi Ferrajoli ha distinguido): en primer lugar, que la Constitución recoja un determinado conjunto de derechos fundamentales y que, por lo tanto, adquieran un rango y jerarquía superior al resto de las normas del ordenamiento jurídico (lo que Ferrajoli denomina “garantías primarias”). En segundo lugar, que existan instrumentos jurídicos de defensa de esos derechos que sean efectivos, accesibles y eficaces para protegerlos, en primera instancia, frente a actos de los gobiernos, a leyes y a resoluciones judiciales que los afecten y lesionen. De entre estos mecanismos de defensa de los derechos (que en términos de Ferrajoli coinciden con lo que él identifica como “garantías secundarias”) destaca el llamado control de constitucionalidad como el más importante y eficaz instrumento de protección de la Constitución —y de los derechos que ésta incorpora— frente a normas y actos contrarios a la misma.

La lógica del control de constitucionalidad es sencilla: los ordenamientos jurídicos son un conjunto de normas ordenadas jerárquicamente y la Constitución es la norma suprema (lo que se conoce como supremacía constitucional), de la que se desprenden y a la que en consecuencia están subordinadas todas las demás. Así, si una norma o un acto son contrarios a las disposiciones constitucionales resultan simple y sencillamente inválidos. Ahora bien, esa invalidez no puede suponerse, sino que debe ser declarada de forma expresa por uno o varios órganos encargados de vigilar el apego a la Constitución. Ésa es la función conocida como control de constitucionalidad o bien como defensa de la Constitución. II Hasta 1994 nuestro sistema de control de la constitucionalidad había sido exiguo y precario.

El único mecanismo que se tenía para impugnar la constitucionalidad de un acto de autoridad o de una norma contraria a la Ley Fundamental era el juicio de amparo, mismo que, además de ser un recurso que en los hechos, por ser oneroso y técnicamente complejo, estaba reservado a unos cuantos, tenía —y sigue teniendo— una eficacia limitada pues protegía, en el mejor de los casos, a los derechos de quien había promovido y ganado el amparo, pero la norma o el acto inconstitucional seguía siendo válido para el resto. Ese efecto “relativo” y no general de las sentencias de amparo, conocido como la “Cláusula Otero”, es el principal déficit del amparo como un mecanismo eficaz de control de constitucionalidad. La profunda reforma de 1994 al sistema de justicia implicó un gran salto adelante en materia de control de constitucionalidad, pues amplió de manera sustancial las atribuciones de la Suprema Corte de Justicia para proteger la constitucionalidad del sistema jurídico.

Con la incorporación de las acciones de inconstitucionalidad y de las controversias constitucionales se introdujo la posibilidad —por primera vez desde la promulgación de la Constitución de 1917— de declarar inconstitucional y, consecuentemente, inválida en términos generales, una norma o un acto contrario a la norma fundamental. La diferencia esencial entre las acciones de inconstitucionalidad y las controversias constitucionales radica en que las primeras son un mecanismo de control encaminado a determinar el apego o no de las normas de carácter general (leyes, reglamentos, etcétera) con la Constitución; mientras que las segundas, al ser mecanismos para vigilar que los poderes no excedan su esfera constitucional de competencias e invadan los ámbitos de otros órganos públicos, protegen el equilibrio de poderes que establece la Constitución y el sistema federal.

Sin embargo, más allá de sus diferencias, ambos mecanismos sirven para proteger las disposiciones previstas en la Constitución —y consecuentemente a los derechos en ella contemplados— frente a abusos del poder público. Por su parte, la reforma electoral de 1996 incrementó los alcances del control de constitucionalidad al permitir expresamente que las acciones de inconstitucionalidad pudieran presentarse también en contra de normas electorales y además le confirió al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación la posibilidad de conocer de la constitucionalidad de actos de las autoridades electorales (dado que el amparo no procede en esta materia).

Esa facultad de control, vale la pena decirlo, se reforzó de manera considerable con la reforma electoral de noviembre pasado, al facultar de forma expresa al Tribunal Electoral la posibilidad de juzgar la concordancia de las leyes electorales con la Constitución y, en caso contrario, desaplicarlas en los casos que conozcan. En suma, nuestro sistema de control de la constitucionalidad se ha potenciado y perfeccionado de forma considerable en los últimos 14 años aunque, como veremos, padece todavía carencias y defectos que se traducen en potenciales vías de fuga para la subsistencia de normas contrarias a la Constitución. III De acuerdo con la fracción II del artículo 105 constitucional, las acciones de inconstitucionalidad sólo pueden ser promovidas por algunos sujetos públicos legitimados para ello, a saber: a) el 33% o más de los integrantes de la Cámara de Diputados o del Senado de la República, en contra de leyes federales o del Distrito Federal y, en el caso exclusivo del Senado, también contra tratados internacionales; b) el procurador general de la República en contra de leyes federales, de los estados, del Distrito Federal o bien en contra de tratados internacionales; c) el 33% de los integrantes de cada uno de los Congresos locales o de la Asamblea Legislativa del D.F. en contra de las leyes que hayan sido expedidas por su propio órgano; d) los partidos políticos nacionales en contra de leyes electorales federales o de algún estado, así como los partidos políticos locales en contra de las leyes electorales expedidas en el estado en donde cuenten con su registro; e) a partir de septiembre de 2006 la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en contra de leyes federales, locales y tratados internacionales que vulneren derechos humanos, así como los órganos de protección de derechos equivalentes en los estados y en el D.F., en contra de leyes emitidas por los poderes legislativos de sus respectivas entidades. Además, las acciones tienen que presentarse, invariablemente, dentro de los 30 días naturales a partir de la publicación de la norma que pretende impugnarse.

De esta manera, si ninguno de los sujetos legitimados interpone una acción de inconstitucionalidad, o bien si alguno de éstos lo hace una vez pasado el plazo de 30 días, ya no existe modo alguno para que se pueda plantear la invalidez general de la norma. En ese caso sólo a través del amparo o, tratándose de normas electorales, recurriendo al Tribunal Electoral, puede impugnarse la inconstitucionalidad de una ley, pero por esas vías los efectos de la eventual inconstitucionalidad sólo valdrán para el caso concreto. El problema no es menor, pues implica que está abierta la posibilidad de que ocasionalmente leyes violatorias a la Constitución sigan siendo vigentes y mantengan su validez. Por otra parte, también las controversias constitucionales pueden ser planteadas sólo por determinados órganos públicos. Los casos están previstos en la fracción I del artículo 105 constitucional.

Adicionalmente, la Suprema Corte ha extendido esa facultad a otros órganos que ha considerado son “poderes originarios” del Estado mexicano. De lo anterior se desprende que tampoco este mecanismo de defensa de la Constitución está a la mano de todos los órganos públicos, sino que sólo algunos pueden incoarlo. En los hechos, ni siquiera todos los órganos instituidos directamente por la Constitución se encuentran en ese supuesto; tal es el caso del malogrado intento del IFE —órgano del Estado derivado del artículo 41 constitucional— por solicitar el pronunciamiento de la Suprema Corte en la controversia que sostuvo el año pasado en contra de la Cámara de Diputados a propósito de la reducción al presupuesto que había solicitado para ese año.

La Corte rechazó la controversia que había interpuesto la autoridad electoral por considerar que no era un órgano legitimado para litigar presuntas violaciones a su esfera de competencia a través de la figura de las controversias constitucionales. IV Si bien no tiene sentido pretender que cualquier persona, pública o privada, pueda solicitar sin algún tipo de restricciones el pronunciamiento sobre la constitucionalidad de una ley por parte de la Suprema Corte, también es cierto que las restricciones existentes en la Constitución o aquellas que han sido establecidas a través de la interpretación de la Suprema Corte, abren serias lagunas por las que normas francamente inconstitucionales pueden llegar a subsistir y tener plena vigencia en nuestro orden jurídico. Y eso, hay que decirlo con franqueza, es una delicada asignatura pendiente en nuestro proceso por construir un sistema constitucional de plena protección de la Carta Fundamental y, hay que recordarlo, de los derechos fundamentales que consagra.

El caso reciente de la aprobación, el mes de marzo previo, de una reforma constitucional en el estado de Querétaro que establece, entre otras cosas, la fusión del órgano encargado de la protección de los derechos fundamentales en la entidad (la Comisión Estatal de Derechos Humanos) y del órgano de acceso a la información pública (la Comisión Estatal de Información Gubernamental), en una única instancia gubernamental, es el ejemplo más claro de esa laguna en la tarea de control de la constitucionalidad. La decisión del legislador constituyente de Querétaro vulnera abiertamente a la Constitución federal en un doble sentido. Por un lado, ésta establece en su recién reformado artículo sexto que todos los procedimientos relativos al acceso a información pública “se sustanciaran ante órganos u organismos especializados e imparciales, y con autonomía operativa, de gestión y de decisión”.

Por otra parte, en el apartado B del artículo 102, se determina que en los estados debe preverse la existencia de organismos encargados de la protección de los derechos humanos y, si bien es cierto, que la Constitución no establece que éstos deberán ocuparse sólo de esas funciones, la lógica de esa previsión hace suponer un grado de especialización de dichos órganos, que además deben ser autónomos, que implica cumplen una función específica. El caso es que ante esa nueva disposición de la Constitución de Querétaro sólo un 33% del Congreso local, el órgano local de derechos humanos, la CNDH y la PGR pueden interponer una acción de inconstitucionalidad para combatir su no apego a la Constitución federal, y hoy parece poco probable que alguno de esos órganos interponga tal recurso.

De ser así, estaríamos frente a un ominoso caso de una norma inconstitucional que subsiste y tiene vigencia. En México se ha avanzado mucho en esta materia, pero existen delicadas y peligrosas lagunas de las que es impostergable hacernos cargo.


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