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El debate público

Discutir al populismo

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

03/04/2017

Temido y trivializado, el populismo se ha convertido en un espantajo político. Los banqueros lo toman como pretexto para refrendar la ortodoxia económica; el gobierno, al abominarlo, lo ensalza; la sociedad enterada se confunde en torno a esa resbaladiza conducta política.

El populismo va más allá de coordenadas ideológicas. Donald Trump, cuando considera que su fundamentalismo racial y cultural representa a “América”, es populista. Igualmente lo es Nicolás Maduro, empeñado en cancelar contrapesos institucionales a su régimen autoritario y a quien algunos confundidos todavía califican de izquierda, no obstante la cotidiana transgresión a los derechos humanos que se padece en Venezuela.

Los promotores de Brexit, que sacará al Reino Unido de la alianza europea, son populistas cuando, con el pretexto de reivindicar el interés de los británicos, promueven la exclusión y la segregación. Andrés Manuel López Obrador tiene desplantes populistas no por su proyecto (político que sigue estando ausente en lo fundamental), sino porque se considera el depositario del interés popular.

Varios comentaristas han devanado algunas aristas del populismo. Para Jesús Silva-Herzog Márquez (Reforma, 27 de marzo), el populismo establece una división maniquea: buenos y malos, patriotas y traidores, nosotros y ellos. Pero, añade, cuando se propone que su antítesis es el liberalismo, entonces se construye un antipopulismo igual de simplista.

José Woldenberg, el 30 de marzo en el mismo diario, recuerda el desafecto del populismo por las instituciones liberal-democráticas, pero reconoce la preocupación del populismo (aclara que al menos en América Latina) por las desigualdades sociales. Fernando Escalante, el 29 en Milenio, encuentra que “populista puede ser cualquier cosa”, y que por lo general es una etiqueta que se pone “a un liderazgo personal, más o menos altisonante, a un discurso vagamente nacionalista, o todavía más vagamente de izquierda”.

Ésas y otras voces discuten las alusiones al populismo, pero no lo definen. Por lo general, cuando se habla de populismo se dan por entendidas sus coordenadas. Al populismo se le interpreta de acuerdo con su contexto. En la discusión actual se le identifica con desplantes caudillistas y, en otras ocasiones, con excesos estatistas. Pero sigue faltando una definición. En este espacio, en julio pasado, ensayamos una idea de populismo a partir de sus rasgos más evidentes (https://goo.gl/wCxGc3).

Los conceptos en ciencias sociales se actualizan de manera constante y no siempre alcanzan unanimidades. Pero es pertinente saber de qué hablamos, en primer lugar, para reconocer si nos referimos, o no, a las mismas actitudes e implicaciones.

El populismo, antes que nada, es la expropiación de la voluntad del pueblo por parte de un dirigente. Cuando un líder se considera la encarnación de los deseos de la gente, estamos ante un farsante, pero también ante un personaje inasible con los recursos del análisis y la retórica habituales.

En una sociedad heterogénea y contradictoria nadie representa a todos. “El pueblo” no tiene una sola voz. Quien dice que habla por todos, excluye de antemano a todos aquellos que no coinciden con él, pero además se coloca por encima de las instituciones de la democracia representativa. El problema con los populistas es la autosuficiencia con la que se proponen no como interlocutores, sino como la única fuente de la verdad política. En eso se parecen Trump, Maduro, la señora Le Pen y algún personaje mexicano.

   No hay una teoría del populismo, sino acercamientos y descripciones. Recientemente el historiador alemán Jean-Werner Müller publicó What is Populism? (University of Pennsylvania, 2016) que es uno de los esfuerzos más completos para ubicar y discutir ese término. Müller sostiene que el populismo “es una peculiar imaginación moralista de la política, una manera de percibir al mundo político que ubica a la gente como moralmente pura y completamente unificada… en contra de elites que son juzgadas como corruptas y de una u otra manera moralmente inferiores”. En otras palabras, el populismo es un estilo de hacer política que, independientemente de las ideas que promueva, se postula como la representación del pueblo en contraposición a las minorías que lo sojuzgan.

Por supuesto, no todos los que apelan a “el pueblo” ni todos los que lo idealizan, insiste ese autor, son populistas. “Para que un actor político o un movimiento sea populista, debe proclamar que una parte del pueblo es el pueblo —y que sólo el populista identifica y representa auténticamente a ese pueblo real o verdadero—”.

Esa autoadjudicación de la voluntad popular es coartada para todo tipo de excesos que, desde la perspectiva populista, nunca son tales porque el interés del pueblo lo justifica todo. Cuando Donald Trump veta a los trabajadores mexicanos o desconoce el cambio climático en aras de “hacer que América sea grande otra vez”, se encierra en un pensamiento circular y autolegitimado. Dentro de esa concepción no importan matices ni contrastes: si él interpreta, resguarda y encarna la voluntad popular, cualquier cuestionamiento que le hagan está descalificado. El líder populista no es vocero, sino expresión de la gente. Sus dichos son la verdad. Incluso sus apologistas pueden decir que la realidad no importa porque existen “hechos alternativos” como, de manera tan simpática, definió la asesora comunicacional de Trump a la tendencia para legitimar mentiras cuando así conviene al liderazgo populista.

El populismo es contrario a la pluralidad y al compromiso con la democracia. Müller se refiere así a varios casos recientes: “El antipluralismo por principio y moralizado y la dependencia de una noción no institucionalizada de ‘el pueblo’ también ayuda a explicar por qué los populistas oponen con tanta frecuencia el ‘moralmente correcto’  resultado de una votación al auténtico resultado empírico de una elección cuando esta última no les favorece. Pensemos en Victor Orbán reclamando, después de perder las elecciones húngaras de 2002, que ‘la nación no puede estar en la oposición’; o en Andrés Manuel López Obrador alegando, después de su fallida apuesta por la presidencia mexicana en 2006, que ‘la victoria de la derecha es moralmente imposible’ (y declarándose él mismo ‘el presidente legítimo de México’), o en los patriotas del Tea Party reclamando que el presidente que ganó la mayoría de los votos [Müller se refiere a Obama] está ‘gobernando en contra de la mayoría’”.

El problema para los populistas no son sus errores, ni su incapacidad o imposibilidad para representar la voluntad de todos, sino el entorno, las reglas o —añadimos nosotros— las conspiraciones a las que adjudican sus tropiezos. De ahí el desprecio que tienen hacia las instituciones políticas, a las cuales, sin embargo, aspiran a controlar.  De nuevo Müller: “Cuando están en la oposición, los populistas acostumbran poner en duda a las instituciones que producen los resultados ‘moralmente equivocados’. De allí que puedan ser puntualmente descritos como ‘enemigos de las instituciones’ aunque no de todas las instituciones en general. Solamente son enemigos de mecanismos de representación que no reivindican su reclamo de exclusiva representación moral”.

El populismo, dentro de esa concepción, “emerge con la introducción de la democracia representativa; es su sombra”, explica ese autor. La democracia, dice, “permite a las mayorías autorizar a representantes cuyas acciones pueden o no estar de acuerdo con aquello que una mayoría de ciudadanos espera o hubiera querido; el otro [el populismo] supone que ninguna acción de un gobierno populista puede ser cuestionada porque eso es lo que ‘el pueblo’ ha querido”.

El populismo no tiene el monopolio de las versiones únicas. Para los dirigentes populistas, no hay más interpretaciones ni soluciones que  las suyas. Todas las demás, sostienen, son expresiones del interés de elites antipopulares. Pero también hay un fundamentalismo reduccionista en el flanco contrario, que se parapeta en la ortodoxia del pensamiento neoliberal. Para Jean-Werner Müller, “la tecnocracia sostiene que sólo hay una solución política correcta; el populismo reclama que sólo hay una auténtica voluntad del pueblo”. Por eso, “ni los tecnócratas ni los populistas tienen ninguna necesidad de un debate democrático”.

Ese profesor de la Universidad de Princeton sostiene que los populistas son “un auténtico peligro para la democracia (y no sólo para el ‘liberalismo’). Pero eso no significa que uno no deba debatir políticamente con ellos”. Hay que debatir al populismo. Y discutir con él.