Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
15/12/2016
La semana pasada, el Secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, improvisó ante la prensa unas declaraciones que resultan alarmantes en una democracia constitucional, por más maltrecha que esta esté, como la mexicana.
Después de reconocer que durante la última década la actuación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública no ha correspondido a su mandato constitucional, el general clamó por una legislación que legalizare lo que hasta ahora han hecho de manera ilegal, pues como él mismo admitió, están actuando sin la capacitación necesaria en tareas que corresponden a las autoridades civiles.
El tono del general fue el del sacrificado soldado que ha cumplido órdenes a pesar de no sentirse a gusto con ellas: “Nosotros no pedimos estar aquí. Si quieren que volvamos a nuestros cuarteles, soy el primero en alzar la mano para regresar a nuestras tareas constitucionales”.
El Secretario, que al asumir su cargo protestó respetar la Constitución de la República, reconoce que la ha violado al asumir las tareas que se le han ordenado y se queja de que a los soldados bajo su mando se les pueda juzgar por violar los derechos humanos establecidos en el título primero del texto constitucional: “Los soldados ya mejor piensan si le entra a enfrentar a los grupos delictivos con el riesgo de ir a la cárcel acusados de violar sus derechos o que sean procesados por desobedecer”.
La vieja tesis de la obediencia debida a la que tanto apelaron los militares sudamericanos que se hicieron con el poder durante la década de 1970 en nombre, precisamente, de la “seguridad interior” que ahora el general pide regular. También aquellos militares golpistas decían haber salido de sus cuarteles por una situación de emergencia –la irrupción de las guerrillas izquierdistas– y justificaron la suspensión de garantías y la violación de derechos humanos en el reclamo social por la paz y la seguridad.
El General Cienfuegos, en tono parsimonioso, arremetió contra los tres poderes constitucionales de la Unión. Al ejecutivo le reclamó haber colocado a las fuerzas armadas en este compromiso por su incapacidad para cumplir con sus funciones y para construir cuerpos civiles de seguridad pública eficaces. Al legislativo, el no haber legislado para hacer legal lo que ahora los soldados hacen de manera ilegal: detenciones arbitrarias, retenes inconstitucionales en las carreteras, ejecuciones sumarias, ataques de guerra contra civiles. Al judicial, que cumpla con su deber constitucional de velar por las garantías procesales de los detenidos.
Tal vez cuando el secretario de la Defensa les reclama a los jueces del fuero común el dejar libre a los detenidos y al nuevo sistema de justicia penal de haber creado unas puertas giratorias para exonerar delincuentes, se refiera a casos como el de los soldados acusados por la masacre de Tlatlaya, que fueron declarados inocentes a pesar de las evidencias mostradas en su contra. O a lo mejor en ese caso al general sí le gustó el fallo judicial, pero no cuando se aplican las normas del debido proceso a los detenidos sin orden judicial o a los torturados que ponen sus subordinados a disposición de los jueces, haciendo tareas que constitucionalmente le corresponden al ministerio público, como reconoció el propio Presidente de la República ese mismo día.
Lo más sorprendente de todo el episodio, uno más de una serie que lleva meses escenificándose y en la que se alternan como protagonistas el secretario de la Defensa y el de Marina para reclamar que sus acciones inconstitucionales sean legalizadas, es la incapacidad de todas las fuerzas políticas para plantarles cara a los reclamos con talante democrático y con un compromiso serio con los derechos humanos establecidos en la Constitución como resultado de un avance civilizatorio que limita el ejercicio arbitrario del poder sobre la vida y la integridad de las personas.
No son solo los militares los que ven a los derechos humanos como una monserga, un obstáculo para actuar con eficacia contra la delincuencia. Felipe Calderón, el principal responsable de haber detonado esta escalada militarista al haber declarado una guerra sin planeación ni objetivos claros, con la intención de dar un golpe de efecto legitimador que se le salió de las manos como al aprendiz de brujo, frecuentemente balbuce críticas al debido proceso y a la protección de garantías. Pero si esto resulta esperable de la derecha oscurantista, más sorprende que en la izquierda política, o en lo que queda de ella, no se presente un frente sólido contra el avance del control militar. Los políticos mexicanos de hoy me recuerdan al infausto Juan María Bordaberry, el presidente constitucional del
Uruguay que suspendió garantías y le entregó el control del país a las fuerzas armadas ante la alarma social provocada por las actuaciones de los guerrilleros Tupamaros.
Sin duda, detrás de todo este desaguisado está la incapacidad de las fuerzas políticas para construir un Estado –una organización con ventaja competitiva en la violencia que controla un territorio– basado en la legalidad constitucional, en la medida en la que se fueron disolviendo los antiguos mecanismos de reducción de la violencia desarrollados a partir del pacto de 1929, del cual surgió el Partido Nacional Revolucionario, con el que se puso fin a las disputas armadas por el control territorial desatadas por la caída del régimen porfirista.
Durante las décadas del monopolio político, la reducción de la violencia se basó en un pacto de respeto a las parcelas de extracción de rentas a cambio de protecciones particulares, con reglas temporales claramente definidas. El pacto llevó a que, gradualmente, el ejército levantisco y de mal conformar que había surgido de la revolución acabara por aceptar un papel subordinado al poder civil, a cambio de sus correspondientes parcelas de extracción de rentas.
La historiografía mexicana nos debe aún un buen estudio de la manera en la que se concretó este proceso, pero el hecho es que los militares resultaron muy beneficiados del lugar que finalmente se les asignó en la coalición de poder a partir de 1946, año de consolidación del arreglo, con el nacimiento del Partido Revolucionario Institucional, la forma más acabada del partido del régimen.
El sometimiento de las fuerzas armadas al poder civil fue uno de los avances más relevantes para la maduración del Estado natural mexicano. Sin embargo, la descomposición del régimen del PRI no ha llevado a una reconstrucción del Estado desde sus bases locales para dar paso a un orden social de acceso abierto, sino que ha provocado la ausencia de poder estatal efectivo en muchas regiones del país. Durante la última década, en lugar de centrar los esfuerzos políticos en la construcción de una nueva estatalidad democrática, basada en la vigencia plena del orden jurídico, se ha optado por la militarización. Ya estamos pagando el precio, pero las consecuencias de largo plazo pueden ser todavía más devastadoras.
El chantaje del general ya ha arrinconado a los políticos, urgidos de aprobar la reglamentación de la suspensión de garantías y una tétrica ley de seguridad interna que pretende normalizar el estado de sitio. La culpa no es del general, sino de la ineptitud política, incapaz de concretar una institucionalidad legal–racional auténticamente democrática, con los militares en los cuarteles y la seguridad en manos de policías civiles obligadas a acatar la ley, sin excepciones.