Categorías
El debate público

El enredo del PRD

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

14/01/2016

Desde sus orígenes, en 1989, el Partido de la Revolución Democrática ha sido una unión de corrientes casi nunca bien avenidas. Durante su primera época, Cuauhtémoc Cárdenas fue el componedor de diferencias y árbitro de las disputas, pues el partido había nacido del arrastre electoral de su candidatura en 1988 y giró en torno a la figura caudillo fundador al menos hasta 2000, cuando fue candidato a la Presidencia por tercer y última vez, después de haber conquistado en 1997 el mayor espacio de poder que la variopinta coalición de fuerzas más o menos de izquierdas ha mantenido hasta ahora: el Gobierno de la Ciudad de México.

Al tiempo que la estrella de Cárdenas menguaba, emergía el segundo liderazgo aglutinador del partido, el de Andrés Manuel López Obrador, quien se hizo con la presidencia de la organización en 1996 para convertirla en una opción de salida viable a los disidentes priistas, sin demasiados remilgos ideológicos o morales. Desde 1997 abrió las candidaturas del partido a los perdedores de las contiendas internas del PRI en varios estados y con ello logró buenos resultados y, con base en esa estrategia, en 1998 el PRD ganó el gobierno de Zacatecas con Ricardo Monreal, quien hasta el día anterior a no ser designado candidato del PRI era un aguerrido Vicecoordinador de los diputados de su partido y golpeaba con dureza a la coalición opositora que se había hecho con el control de la Cámara de Diputados.

La elección de 2000 fue el punto de quiebre en el liderazgo perredista, pues mientras Cárdenas se estancaba en su tirón electoral, López Obrador lograba, no sin dificultad, mantener el Gobierno del Distrito Federal y comenzaba su carrera hacia la candidatura presidencial. De nuevo, la unidad del partido gravitó en torno a la expectativa de triunfo que el nuevo caudillo le insufló, a pesar de las diferencias ideológicas o estratégicas entre las corrientes y las fuertes animadversiones personales entre sus cabecillas. La idea del partido de tribus en constante guerra se comenzó a fijar en el imaginario social, mientras cada elección interna para ocupar la dirección formal del partido se convertía en una disputa escandalosa donde unos y otros se acusaban de fraude.

Esa fue la manera en la que el PRD se institucionalizó: con base en un tenso equilibrio entre redes de clientelas locales, que no otra cosa han sido sus corrientes, y una dependencia extrema del arbitraje del caudillo para mantener la paz interna. Más que proyectos políticos diferenciados, los grupos perredistas son grupos que basan su fuerza en la cantidad de clientes que los siguen a cambio de protección política o prebendas. El control de cada dirección estatal del partido implica no sólo una fuente ingente de recursos provenientes del financiamiento público, sino también capacidad de negociación con los gobiernos locales para mantener la capacidad de control clientelista que, a su vez, garantiza ganar en los procesos internos, donde los equilibrios entre grupos se definen no por la deliberación de posiciones y el contraste de estrategias, sino por quiénes traen más clientes o acarreados, como se les ha llamado en el lenguaje coloquial mexicano.

A pesar de sus nombres pretendidamente ideológicos y de sus poses de cara al escenario, donde unos se pretenden más radicales o recalcitrantes, mientras otros se presentan como más negociadores o dispuestos al diálogo, en realidad todos los grupos que integran el partido se han caracterizado por ser maquinarias de control político para conquistar parcelas de recursos. Ganar una elección no significa para ellos conquistar una posición de poder que permita sacara adelante un programa o un proyecto de gobierno, sino hacerse con un botín para que medren sus clientelas. Por eso no les ha importado aliarse con personajes de la más turbia prosapia priista, como Ángel Aguirre, ni son especialmente escrupulosos a la hora de revisar los antecedentes ideológicos de quienes se les suman. De lo que se trata es de ganar elecciones para poder repartir empleo público y lograr el control de rentas. De ahí que en la manera de gestionar la administración, los gobiernos perredistas no hayan significado ningún cambio respecto a la cleptocracia priista tradicional.

Tampoco han sido infrecuentes los casos en los que los gobernadores del PRI se han hecho con el control del PRD en sus estados y han puesto a la cabeza del perredismo a sus validos. Alejandro Encinas cuenta que, cuando fue candidato a la presidencia del partido, pidió una audiencia con Peña Nieto, entonces Gobernador del estado de México; en la reunión, Peña le preguntó qué se le ofrecía y Encinas le respondió que iba para hablar con el dirigente real del PRD en el estado.

La ruptura del caudillo López Obrador con los grupos que mantienen el control de la estructura local del partido, para poner casa aparte y evitar la monserga de la negociación entre tribus, abrió una crisis profunda en el PRD, incapaz de resolver el conflicto por la dirección entre sus propias filas. Sin renuevo generacional, pues son pocos los cuadros jóvenes que han logrado ascender en el enmarañado sistema interno de promoción, cerrado a las redes de lealtad clientelista y repelente para todo aquel que pretenda hacer política con base en las ideas, el equilibrio catastrófico entre grupos llevó a que buscaran un relevo al caudillo afuera de sus filas. Lo que consiguieron fue a Agustín Basave.

El presidente que cayó a la tierra sabe que la única baza a la que puede apostar para consolidar su liderazgo es evitar el derrumbe electoral del partido y conseguir algún triunfo en las elecciones locales de este año. Sabe también que el PRD por si mismo no está en condiciones de ganar en ningún estado, y como el PAN tampoco está en el mejor momento para obtener triunfos, ha decidido pactar con el partido de la derecha el reparto de territorios para intentar la derrota del PRI y lograr con ello al menos mantener el botín que actualmente administran.

Sin embargo, Basave se enfrenta al problema de que varios barones partidistas están a sueldo de los gobernadores del PRI y no están dispuestos a perder sus prebendas en aventuras inciertas, por lo que han obstaculizado la estrategia. En un gesto histriónico, puso su renuncia sobre la mesa para forzar el acuerdo y parece que ha ganado el pulso. A pesar de ello, la inercia institucional del PRD hará que tarde o temprano la organización estalle si no vive un proceso serio de reforma.