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El debate público

El Estado es mío

Jorge Javier Romero

Sin Embargo

27/01/2022

El anuncio presidencial de que ya ha dictado testamento político para evitar la inestabilidad en caso de que muera en el cargo –como Francisco Franco cuando decía que dejaría todo atado y bien atado– no sería más que una anécdota desopilante de no reflejar una concepción de lo público muy arraigada en el mapa mental compartido en la política mexicana.

Solo un delirio producto de la megalomanía puede llevar al Presidente a creer en el efecto de ultratumba de su liderazgo personal. Varios artículos en estos días han recordado cómo caudillos más consolidados sobre huestes mejor disciplinadas que la mal avenida de Morena fracasaron en el intento de trazar la ruta de su posteridad. No han sido pocos los próceres con pretensiones de inmortalidad simbólica que han pretendido que sus seguidores cumplan su última voluntad política, pero ni Lenin, ni Mao, ni Perón y mucho menos Franco fueron atendidos en su intento de guiar su proceso sucesorio desde el más allá. Menos lo lograría López Obrador, cabeza de una familia mafiosa de muy mal conformar y sin mucho amor filial.

Tal vez el presidente en su legado ha pensado en el Secretario de la Defensa como albacea de su heredad, pero sin garantías de que este se pretendiere heredero universal. Y si ni Krúpskaya, apreciada por los bolcheviques, tuvo influencia alguna a la hora de la rebatiña de la que Stalin acabó por quedarse con todo, menos la esposa de López Obrador, que no despierta muchas simpatías ni siquiera en el círculo cercano, podría clamar por el respeto a la voluntad del finado.

Lo más probable es que la historia acabara en algo parecido a la desternillante película La muerte de Stalin, película de Armando Iannucci, farsa de gran guiñol basada en hechos fidedignos, donde los posibles herederos se destrozan entre ellos. Por lo demás, fuera de los delirios de trascendencia caudillista, la Constitución marcaría la senda legal de la sucesión y en el proceso las actuales alineaciones se verían totalmente trastocadas por el nuevo juego de formación de coaliciones entre unos actores políticos muy poco fieles a ideologías o compromisos morales.

Pero dejemos de lado el divertimento especulativo para volver al tema que me importa: la herencia del patrimonialismo en la concepción de lo público predominante en la política mexicana. Si el Presidente cree que puede heredar su poder es porque concibe al Estado como su propiedad, a pesar de haber sido legalmente elegido para dirigirlo solo por seis años. Esta concepción del cargo como patrimonio de quien lo ejerce la heredamos de la Corona de Castilla y su burocracia vendedora de privilegios, aunque el legado español indigeste a López Obrador.

Cuando, en el siglo XVII, la presión sobre las arcas del Estado español fue cada vez mayor por la necesidad de crear empleos pagados con recursos de la Corona, debido a la falta de oportunidades productivas para la población en una economía controlada por los monopolios concedidos como privilegios reales –las fuentes de recaudación habían dejado de crecer cuando todas la actividades capaces de crear rentas había sido acaparadas–, entonces, la monarquía de los Habsburogo quebró y comenzó a vender los cargos gubernativos. Vendió títulos nobiliarios, virreinatos, puestos de oidores y lo que tuvo a mano. Octavio Paz lo narra magistralmente en el Ogro Filantrópico:

“En todas las cortes europeas, durante los siglos XVII y XVIII, se vendían los empleos públicos y había tráfico de influencias y favores. Durante la regencia de Mariana de Austria, el privado de la reina, don Fernando Valenzuela (el Duende de Palacio), en un momento de apuro del erario público decidió consultar con los teólogos si era lícito vender al mejor postor los altos cargos, entre ellos los virreinatos de Aragón, Nueva España, Perú y Nápoles. Los teólogos no encontraron nada en las leyes divinas ni en las humanas que fuese contrario a ese recurso. La corrupción de la administración pública mexicana, escándalo de propios y extraños, no es en el fondo sino otra manifestación de la persistencia de esas maneras de pensar y de sentir que ejemplifica el dictamen de los teólogos españoles. Personas de irreprochable conducta privada, espejos de moralidad en su casa y en su barrio, no tiene escrúpulos en disponer de los bienes públicos como si fuesen propios. Se trata no tanto de una inmoralidad como de la vigencia inconsciente de otra moral: en el régimen patrimonial son más bien vagas y fluctuantes las fronteras entre la esfera pública y la privada, la familia y el Estado. Si cada uno es el rey de su casa, el reino es como una casa y la nación como una familia. Si el Estado es el patrimonio del rey ¿cómo no va a serlo también de sus parientes, amigos, sus servidores y sus favoritos? En España el primer ministro se llamaba, significativamente, Privado.” (Paz:1978)

Por supuesto, los compradores estaban dispuestos a sacar el mejor provecho de su compra y se comportaban como auténticos depredadores. Su única limitación era la temporal: el privilegio real caducaba ⎯por cierto, seis años duraba una estancia promedio en el cargo de virrey. Esta manera de concebir lo público como un botín a conquistar y como un patrimonio del cual obtener réditos se institucionalizó y determinó la trayectoria de la administración mexicana hasta nuestros días. Cada elección es vista como un proceso de redistribución del empleo público y los cargos siguen siendo percibidos como la oportunidad de medro económico para quienes los ostentan, pues pueden utilizar su parcela de poder, por pequeña que sea, para obtener ganancias personales, ya sea vendiendo favores y protecciones particulares, negociando la desobediencia de la ley en los ámbitos de su competencia o manipulando la concesión de contratos en favor de validos y cercanos, con la correspondiente tajada personal.

Esa es la representación de lo público que le permite a López Obrador imaginar que tiene facultades para dejar su legado: lo público como espacio de conquista particular, no como patrimonio común para la convivencia. La dependencia de la trayectoria institucional que reproduce prácticas arraigadas en la cultura nacional. Solo cuando logremos superar esa tradición virreinal, Mexico podrá contar con un Estado moderno, un orden social abierto con oportunidades productivas, donde el empleo público no sea visto como la única posibilidad de medrar.