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El debate público

El fracaso de una reforma sin consenso entre los maestros

Jorge Javier Romero Vadillo

Horizontal

03/06/2015

Se ha dicho mucho que la reforma educativa impulsada en el marco del Pacto por México ha sido uno de los procesos legislativos realizados con el mayor apoyo legislativo de la breve historia de la democracia mexicana. Es verdad que tanto la reforma constitucional, que modificó sustancialmente el artículo tercero, como las leyes secundarias que crearon el sistema nacional de evaluación y el servicio profesional docente, contaron con el apoyo de una amplia mayoría del Congreso de la Unión y de las legislaturas estatales. Sin embargo, un cambio que atañe sobre todo al horizonte laboral del magisterio, no logró convencer a la mayoría de los maestros, que lo percibieron más como amenaza que como una modificación positiva en su estatus profesional y laboral. Fue una reforma percibida como impuesta incluso entre los sectores más institucionales del sindicalismo magisterial, no sólo entre los radicales intransigentes de la CNTE.

El objetivo declarado de la reforma, según el propio presidente Peña Nieto, era recuperar la rectoría del Estado sobre el sistema educativo, que a todas luces se encontraba controlado por el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, lo que había conducido a que progresivamente —a partir de la década de 1940, pero sobre todo desde los tiempos de la presidencia de Luis Echeverría— el sistema de incentivos de los profesores fuera cada vez más político y sindical, en lugar de ser académico y profesional. Los valores más premiados para avanzar en la carrera docente han sido la disciplina y la lealtad, no el estudio y el desarrollo de capacidades profesionales.

Así, para obtener una plaza magisterial había que inscribirse en una normal y tener suficiente salud para egresar de ella. Desde ahí comenzaba el proceso de reclutamiento sindical. En la época de mayor expansión demográfica del país, todos los egresados tenían automáticamente una plaza, aunque fuera en la punta del cerro, y a partir de entonces todo movimiento para cambiar de adscripción, para convertirse en director o supervisor o para obtener una comisión dependía de la relación de cada docente con la delegación sindical. El SNTE servía de eficaz mecanismo de control y de movilización política de los profesores, quienes fueron durante la época clásica del régimen del PRI una de sus principales fuentes de apoyo electoral. Cuando apareció la CNTE, a finales de la década de 1970, a pesar de proclamar como objetivo la democratización sindical, usó el mismo sistema de incentivos del arreglo corporativo para consolidar su fuerza en las secciones sindicales que logró controlar.

Con el cambio demográfico, la oferta de plazas disminuyó notoriamente. Se abrió un mercado controlado por el sindicato y por la burocracia educativa local y federal de compra—venta de vacantes. A partir de la década de 1990, después de la reforma de la época de Salinas, el ingreso a la docencia se convirtió en una mercancía de alto precio o en objeto de herencia con base en derechos sindicales adquiridos. Los profesores quedaron reducidos a clientelas sindicales en un sistema abusivo que implicaba incluso el intercambio de favores sexuales para obtener cualquier promoción o beneficio, mientras que los maestros dedicados y esforzados no tenían prácticamente ningún reconocimiento.

En esas circunstancias, una reforma que liberara a los maestros del yugo corporativo se presumiría que podría obtener un amplio apoyo entre la misma comunidad docente. La creación de un servicio profesional con un proceso de ingreso, promoción, estímulos y permanencia basado en el mérito supondría una enorme ganancia en la autonomía personal de los maestros y haría depender de su esfuerzo lo que ha estado tradicionalmente sujeto al intercambio clientelista, donde el avance se logra por medio de lealtad política o sindical. Sin embargo, mientras que las reformas propuestas por el gobierno lograron una gran simpatía entre la mayor parte de la población —pues ahora el ingreso a la profesión magisterial se haría por concurso de méritos y se evaluaría de manera regular a los profesores para medir sus capacidades y su desempeño—, el diseño del nuevo sistema fue visto por la inmensa mayoría de profesores como una amenaza.

Buena parte de la resistencia magisterial —abierta en el caso de la CNTE, soterrada en las secciones controladas por el SNTE oficial— se debe a la simbiosis establecida entre el marco institucional corporativo y quienes han desarrollado su carrera con esas reglas del juego. Para hacer una analogía deportiva, es como si a los jugadores de la liga mexicana de fútbol se les dijera que a partir de ahora van a jugar con las reglas de la liga francesa de rugby: evidentemente se resistirían, pues no les cabría la menor duda de que iban a terminar con el cuello roto. El cambio de reglas en el caso magisterial no era ni remotamente tan radical, pero la evaluación recurrente sí fue advertida por buena parte de los maestros como un riesgo, pues a ellos nunca se les dijo que de lo que se trataba era de estudiar y tener cada día mejores capacidades docentes; a ellos lo que se les ofreció en su momento fue una plaza federal de por vida a cambio de dinero y un proceso de promoción y favores pagado con disciplina y militancia. En su contrato informal nada se decía de conocimientos y talentos.

Se pudo diseñar una carrera que resultara atractiva para los maestros en la cual la evaluación fuera un mecanismos para lograr mejores condiciones laborales y no sólo un mecanismo para amenazarlos con el despido. Pero no se quiso invertir realmente en la creación de incentivos positivos para la elevación de la calidad, pues eso hubiera significado aumentos relevantes a los maestros que cumplieran con los requisitos.

La reforma educativa triunfó entre las capas medias de la sociedad mexicana. Entre quienes conocen el estado comparativamente ruinoso en el que se encuentra la calidad de nuestro sistema educativo y entre amplios sectores populares que sienten la necesidad de mejorar la educación de sus hijos. Sin embargo, fracasó entre los maestros porque no fue capaz de ofrecerles ventajas si aceptaban las nuevas reglas del juego. Se les presentó como una espada de Damocles que pendía sobre sus cabezas, si no como amenaza de despido, lo cual quedó desterrado de la ley, sí como la posibilidad de ser sometidos al escarnio de ser apartados de las tareas docentes.

En cambio no se estableció en la ley la creación de un tabulador de promociones horizontales y se dejó todo otra vez como un sistema de estímulos, un refrito del extinto sistema de carrera magisterial. ¿Por qué iban a aceptar una reforma que no les ofrecía ventaja alguna? El gobierno no supo construir el consenso entre los maestros.

El gobierno creyó que con el encarcelamiento de Elba Esther podría controlar como en los viejos buenos tiempos al SNTE. Parece ser que no fue así. La vieja corporación sabe de su fuerza política y la ha puesto en juego. Todo parece indicar que el gobierno perdió el pulso atenazado en la retaguardia por la amenaza de la CNTE de boicotear las elecciones. Un gobierno débil, urgido de la legitimidad de los votos y que sabe la importancia del sindicato magisterial en la operación electoral.

El frentazo que se ha llevado la reforma —da lo mismo que haya sido el SNTE de consuno con la CNTE o cada uno por su lado o uno u otra— fue producto de la resistencia de los maestros. Un servicio de carrera atractivo, que pusiera la evaluación no como amenaza sino como oferta de salarios cada vez mejores, hubiera servido para atemperar sustancialmente las resistencias y hubiera dejado sin argumentos al chantaje. En la reforma se optó por apostar a la disciplina política del SNTE, no al apoyo de los maestros, lo que hubiera costado bastante más. Se optó por una reforma cicatera con los maestros, por controlarlos como clientelas cautivas y no tratarlos como profesionales responsables merecedores de buenos ingresos si muestran méritos.

El gobierno se dobló porque no tiene fuerza legítima con la cual enfrentar la rebeldía radicalizada, pero sobre todo porque le falló la operación política con la que pretendía neutralizar la oposición del SNTE. Por no apostar a convencer a los maestros con incentivos atractivos y tratar sólo de someterlos con el control de siempre, acabaron haciendo el ridículo. Es evidente que la estrategia de Chuayffet ha fracasado. En cualquier gobierno serio del mundo, sus minutos como secretario estarían contados. Cualquier cosa que pretenda hacer el presidente para hacer control de daños pasa por la renuncia del titular de la SEP.