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El debate público

El INE no está solo

Ricardo Becerra

La Crónica

15/11/2022

Si mi memoria no es tan flaca, desde que soy adulto, he acudido a las manifestaciones más grandes de la Ciudad de México en los últimos treinta y cinco años. Recuerdo el Zócalo lleno de jóvenes universitarios, convocados por el CEU en 1986; los grandes torrentes cardenistas que llenaron la misma plancha y las islas de Ciudad Universitaria, en 1988; también la gran concentración en contra de la guerra, pidiendo tregua para los alzados indígenas de Chiapas; la convocatoria angustiante por la inseguridad, la violencia y el boom delincuencial que se vivía entonces en la capital durante 2003-04; la movilización para impedir el desafuero del entonces Jefe de Gobierno, López Obrador y posibilitar su entrada en la boleta del IFE; la protesta por la mentirosa invasión de Irak por parte de George W. Bush, y presencie también la gran manifestación de mujeres que, antes de la pandemia, protestaron en contra de la violencia machista que padecen.

Son ejemplos muy ilustrativos de los ánimos participativos que laten en esta Ciudad y expresan con claridad una causa humana o material que causa inquietud masiva, convoca y moviliza.

La cancelación del pase automático y el aumento de cuotas a estudiantes de familias empobrecidas durante la primera mitad de la “década perdida”, en los ochentas. Evitar una masacre de indefensos mexicanos en el sur del país. Defender a un personaje de una evidente maniobra que lo quería sacar, con el peor pretexto (el desafuero) de la competencia electoral, o combatir el horror de los feminicidios que cotidianamente se escenifican en este país. Causas tangibles, palpables, con una demanda clara y sentida -estés de acuerdo o no- para cualquier persona.

Fue un hecho social y político gigantesco. Un movimiento a la misma hora, con la misma consigna y con el mismo mensaje. Busco en los anales de la historia y no encuentro un tumulto nacional similar, ni siquiera en 1968 o veinte años después, en 1988 frente al fraude electoral de Bartlett y su caída del sistema.

Pero la marcha del domingo pasado tiene otro signo, es de una naturaleza distinta, no sólo por su magnitud inusitada, por su alcance nacional o por la diversidad de personas, clases, edades o territorios desde los cuales acudieron. La singularidad está en esa causa más abstracta y sofisticada: la gente salió a defender una idea, reglas, una institución y sus ganas de vivir en una democracia.

No puedo recordar otra movilización cuyo motivo sea el aprecio por un organismo público del Estado. Como si los chilangos y miles de mexicanos de sesenta ciudades, se movilizaran por la Secretaría del Bienestar, el Seguro Popular o las estancias infantiles (debimos hacerlo). Pero bueno: aquí y en el resto del país, la movilización ocurrió para defender al Instituto Nacional Electoral.

Esa gran movilización movió el piso a todos los partidos de oposición o no, pero sobre todo, representa un ascenso, un escalón arriba en nuestra cultura política y de las mentalidades de la nación.

Las personas no fueron a defender ningún privilegio, no rindieron devoción a caudillo alguno y no pidieron ninguna ventaja corporativa. Su demanda fue una forma se convivencia y una dimensión de su vida civil.

Un aprendizaje que, en México, tardó dos siglos en llegar: la afirmación de que la libertad política es el fundamento de todas las demás libertades, y que ella depende, sobre todo, de elecciones imparciales, creíbles y limpias.

Ese es el hecho crucial que garantiza el INE y que la sociedad mexicana no está dispuesta a perder ni a renunciar.