Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
31/12/2015
España vive un momento político muy complicado. Los resultados de las elecciones del 20 de diciembre, aunado al conflicto desatado en Cataluña por una parte de los políticos y de la sociedad que plantean su separación del resto del Estado, significan una crisis del modelo constitucional delineado a partir de la Ley para la Reforma Política que Adolfo Suárez logró negociar en las Cortes franquistas en 1976 —promulgada el 4 de enero de 1977—, concretado en la Constitución del 6 de diciembre de 1978, cuando fue votada en referéndum y aprobada por la inmensa mayoría de los españoles, incluidos los catalanes, y que vivió su prueba de fuego con la intentona de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.
Los poco más de cinco años del proceso conocido como la transición española, que van de la muerte del dictador Francisco Franco, el 20 de noviembre de 1975, al momento del fracaso golpista gracias al fuerte consenso social en torno a la Constitución, fueron durante décadas un modelo paradigmático de negociación política exitosa.
La construcción del nuevo régimen político, que dejaba atrás casi cuarenta años de asfixia social bajo la dictadura del nacional–catolicismo, fue un ejemplo de prudencia y disposición al pacto por parte de las elites políticas. La tarea no era nada fácil, pues enfrentaba, en primer término, la necesidad de someter al Ejército, parte fundamental de la coalición de poder durante el franquismo; también la iglesia católica, otro polo importante del régimen periclitado, hubo de ser reducida en su influencia. Nada menores eran ya entonces los retos de los nacionalismos vasco y catalán, aunque éste último entró pronto en el proceso de negociación y formó parte del consenso constitucional de 1978, mientras que Euskadi fue la única región de España donde la Constitución tuvo menos del 50 por ciento de votos aprobatorios.
La Constitución de 1978 resolvió el problema de la integración de las comunidades históricas –Cataluña, Euskadi y Galicia– con la creación del modelo de comunidades autónomas, que acabó por extenderse al resto de las regiones españolas, aunque con base en diferentes preceptos constitucionales. Se creó así un arreglo cuasi federalista, que permitió el desarrollo pleno de las singularidades lingüísticas, económicas y culturales que el franquismo había tratado de aniquilar. A pesar de ello, el nacionalismo vasco mantuvo viva la intención separatista y el terrorismo de su expresión radicalizada y criminal, la ETA, representó durante décadas el mayor reto para la democracia que, con todo, se consolidaba, gracias al crecimiento económico y la prosperidad propiciados por la entrada a la Unión Europea en 1986.
El arreglo político de la transición ha propiciado en España el período más largo de democracia, libertad, estabilidad y crecimiento desde la invasión napoleónica de 1808. Desde que en 1982 ganó las elecciones con mayoría absoluta en el Congreso el Partido Socialista Obrero Español, dos fuerzas políticas se han disputado el centro electoral, una desde la derecha –el Partido Popular– y los socialistas desde la izquierda. Los gobiernos han gozado de una enorme estabilidad e incluso las pocas veces en las que no ha habido mayorías absolutas, no han existido coaliciones gubernamentales, pues la oposición ha permitido que los ganadores gobiernen en minoría. El sistema de integración del Congreso, basado en la fórmula D´hondt y con las antiguas provincias de la división territorial franquista como circunscripciones electorales, ha favorecido a los dos partidos mayoritarios y a las fuerzas con arraigo local, como los nacionalistas vascos o catalanes, mientras que a las fuerzas medianas de carácter nacional, como Izquierda Unida, las ha perjudicado en su capacidad de alcanzar escaños. Así, la democracia española se consolidó como un arreglo bipartidista con fuerte presencia de los partidos del nacionalismo vasco y catalán, que en ocasiones jugaron el papel de bisagra.
Sin embargo, la crisis económica que estalló en 2008 ha tenido efectos políticos muy severos, al grado que la estabilidad de más de tres décadas se ha fisurado y requiere de arreglos estructurales. El impacto tremendo que la caída económica tuvo sobre el nivel de vida y las certidumbres de buena parte de la sociedad española se convirtió, a partir de 2011 en una crisis de representación política. El gobierno socialista de entonces, que durante su primer mandato había impulsado avances sociales notables y había logrado acabar con la amenaza terrorista de ETA, manejó erráticamente la situación económica y los males se profundizaron. Miles de indignados se echaron a las calles y ocuparon plazas, incluida la emblemática Puerta del Sol de Madrid. Aquellas manifestaciones no tuvieron una expresión electoral en los comicios celebrados unos meses después y el Partido Popular se hizo con la mayoría absoluta, mientras los socialistas comenzaban una travesía del desierto que no ha concluido.
La crisis de representación comenzó a canalizarse electoralmente en las elecciones europeas de 2014, con la irrupción de Podemos, un partido formado desde la izquierda con un discurso anti políticos –la casta, llamaba su dirigente Pablo Iglesias a quienes habían ejercido el poder desde 1982– y con tintes radicales. Desde la derecha, un partido nacido en Cataluña contra el independentismo también comenzó a abrir una brecha para ocupar el terreno del PP. Mientras, en Cataluña los efectos de la crisis le permitieron al líder de Convergencia –el partido nacionalista moderado que había dominado la escena política en la región casi sin interrupción durante tres décadas– impulsar un proceso de radicalización independentista que es hoy el principal reto para la estabilidad del régimen surgido de la transición.
Los resultados de las elecciones del 20 de diciembre han dejado un panorama muy complejo. Los dos partidos principales han sufrido el embate de las fuerzas emergentes, han perdido buena parte de su electorado y entre los dos apenas si logran el 50 por ciento de la votación. La formación de coaliciones se ve extremadamente compleja, pues ni una alianza del PP con Ciudadanos, ni una de el PSOE con Podemos e Izquierda unida reune el número suficiente de diputados para lograr la mayoría. El PSOE no parece dispuesto ni a entrar a una gran coalición a la alemana con su adversario de derecha, la cual podría ahondar su caída a favor de Podemos, ni a permitir un gobierno del PP en minoría con su abstención en la investidura de Mariano Rajoy, el candidato a la reelección como Presidente del gobierno. La cuestión catalana enreda más las cosas, pues tampoco se puede contar con los partidos nacionalistas. La posición de Podemos, que plantea la celebración de un referéndum para resolver el diferendo catalán, obstaculiza también la formación de una mayoría de izquierda.
En España ha llegado el tiempo de un nuevo proceso de cambio institucional. El régimen de las autonomías debe dar el paso a un federalismo que resuelva de mejor manera el encaje en el Estado de las comunidades con tradiciones culturales propias. También el modelo electoral de 1977 debe ser revisado, para alcanzar un mejor equilibrio en la pluralidad del país. La tarea parece compleja, pero es de esperar que el espíritu que entre 1976 y 1981 produjo el arreglo democrático con obstáculos mayores a los actuales, permita un nuevo pacto para salir del laberinto.