Categorías
El debate público

El PRD al borde del naufragio

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

18/06/2015

Es ya un tópico repetir, a casi dos semanas de la elección, que el gran derrotado de estos comicios ha sido el Partido de la Revolución Democrática: sólo su dirección parece en la negación, al menos en sus declaraciones públicas. En una elección en la todos los partidos salieron raspados, la construcción orgánica de la izquierda más relevante de la historia de México ha quedado en estado ruinoso, apenas con algunos refugios en los cuales acomodar los muebles para comenzar a recoger los escombros.

No es esta la primera caída electoral del PRD en su historia. Ya en su primera incursión en unas elecciones federales, en 1991, el PRD quedó debajo de las expectativas de sus dirigentes, cuando alcanzó apenas algo así como el ocho por ciento de los votos. Se trataba de un fracaso relativo —a pesar de ser el mayor porcentaje que un partido de izquierda había obtenido por sí solo— pues en la elección presidencial previa Cuauhtémoc Cárdenas, cabeza de la nueva coalición política, había obtenido el 31 por ciento de los votos de acuerdo con las cifras oficiales, sin duda maquilladas. Un par de años antes, apenas formalmente constituido, se había jugado un pulso electoral mano a mano con el PRI en Michoacán y había quedado prácticamente empatado después de una campaña que llegó a tener tintes de guerra civil con cientos de muertos, la mayoría de la parte perredista. Esa auténtica prueba de fuego, junto con la intensa campaña de recuperación de los cuadros y operadores escindidos que emprendió Salinas —con base en el recurso preferido del régimen: el reparto de prebendas—, redujo el tamaño del pedazo de estructura del PRI con el que se lograron quedar Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, casi únicos sobrevivientes relevantes de lo que había sido en 1987 la Corriente Democrática.

El PRD no nació como una escisión seria del PRI, casi con la única excepción de Michoacán, donde Cuauhtémoc Cárdenas había construido una clientela propia y contaba con la lealtad de políticos locales con prestigio. El partido fue, en sus orígenes, una coalición de diversos grupos de la izquierda mexicana, algunos de ellos provenientes de estrategias políticas disparatadas o con un discurso elemental de radicalismo pueril. Los cuadros más capaces y con mayor reconocimiento nacional provenían del Partido Mexicano Socialista, que le había cedido el registro a la nueva coalición y que a su vez era producto de la muy reciente confluencia de otro conglomerado variopinto.

Así, el PRD nació como una coalición de diversas corrientes políticas identificadas genéricamente como de izquierda, agrupadas bajo el liderazgo de Cuauhtémoc Cárdenas, quien ejerció el poder como caudillo, con lo que alejó a los intelectuales, exceptuado el pequeño grupo de leales que le profesaba veneración absoluta. El PRD no recuperó la tradición ilustrada de deliberación democrática que efímeramente existió en el último PCM y en el PSUM. La estridencia y el acarreo de clientelas comenzó a ser el mecanismo para tomar decisiones y nombrar dirigentes y candidatos. Cada red construyó su corriente y comenzó a competir por el poder dentro del partido, pero con la aceptación del arbitraje final del caudillo, a quien se le debía profesar lealtad.

Después de los años de plomo del gobierno de Salinas, en los que quedó fuera de toda negociación relevante tanto por propia decisión como por la animadversión de Salinas, quien se manejó cómodamente durante su gobierno gracias a la coalición que construyó con el PAN, el PRD acabó incluido en la negociación política para mantener la estabilidad. Primero, la rebelión zapatista provocó que se sentara en la mesa donde se acordó la reforma electoral de emergencia para garantizar la legitimidad de la elección de 1994; inmediatamente después, ya en el gobierno de Zedillo, participó en la construcción del nuevo arreglo que se pactó en 1996 en torno a una reforma electoral de gran envergadura con garantías para todos los jugadores.

La elección del 1997 resultó el primer gran éxito del PRD en el ámbito nacional. Ganó la ciudad de México y fue una fuerza muy competitiva en varios estados, gracias a la estrategia de abrirle las puertas del partido a los derrotados en los procesos de selección de candidatos del PRI impulsada por el presidente partidista de entonces, Andrés Manuel López Obrador. Con el triunfo de Ricardo Monreal en Zacatecas, al año siguiente, el partido se convirtió en la opción de salida privilegiada para la disidencia priísta.

Son esos los años de oro del PRD, que sin embargo siguió teniendo altibajos electorales. En 1997 logró cerca del 26 por ciento de los votos, pero en la elecciones presidenciales de 2000 Cuauhtémoc Cárdenas repitió el porcentaje de 1994: poco más del 16 por ciento. En las intermedias de 2003 logró un ligero repunta y sobrepasó el 17 por ciento. En 2006, la candidatura de Andrés Manuel López Obrador los llevó a tener el mejor resultado electoral de su historia, en empate técnico con el ganador y más del 35 por ciento en la elección presidencial, aunque con seis puntos menos en la elección de diputados, cuatro abajo del PAN y apenas medio por arriba del PRI.

La radicalización de López Obrador en el conflicto poselectoral los condujo a un gran descalabro para 2009, cuando sólo lograron el 12.20 por ciento de los votos. La reconciliación con López Obrador y de nuevo su arrastre les permitió alcanzar el 16 y medio por ciento por sí solo y algo así como el 21 total en coalición con sus aliados, aunque su candidato presidencial había logrado el 32 por ciento de la votación.

Ahora el PRD ha caído a menos del once por ciento, su peor resultado histórico si se exceptúa el de 1991, cuando aún no había pactado las reglas del juego. Pero la crisis del PRD no se reduce a la catástrofe electoral, apenas atemperada por su triunfo en Michoacán. La escisión de López Obrador y sus leales ha quebrado su hegemonía en la izquierda, mientras que el grupo que ha controlado el aparato partidista durante la última década ha sido incapaz de detener la espantada de cuadros, entre ellos la del propio patriarca fundador. Tal vez el grupo dirigente lo percibe como una depuración que les permitirá consolidar su control, pero en realidad el partido se cae a pedazos, hundido en el desprestigio y sin que haya sido capaz de capitalizar su participación en el pacto por México por su torpeza a la hora de comunicar las ganancias programáticas obtenidas a su base electoral.

La crisis actual del PRD es de gran calado. Ensimismados, sus dirigentes se aferran a la nave escorada al borde del naufragio. Para no acabar convertido en un cascarón irrelevante, el PRD debería emprender una reingeniería mayor; eso implicaría una renovación seria del liderazgo —no sólo de su presidente— pero en su proceso de deterioro también se quedó sin renuevo generacional y carece del menor atractivo entre los jóvenes. Si no construye una alianza salvadora, en 2018 el PRD pasará a la irrelevancia.