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El debate público

El primitivo Estado mexicano

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

19/01/2017 

Javier Lozano es un político desfachatado. Suele decir lo que piensa con crudeza, sin tratar de enmascarar en lo más mínimo su talante reaccionario, su vocación de hombre de derecha, su impertinencia y su grosería, aunque esta última la pretenda barnizar con el supuesto refinamiento de aficionado a la música académica. La vulgaridad de su manera de abordar la política choca en un país de modales hipócritas y falsas cortesías, un país en la que la política se desarrolla como un baile de máscaras permanente.

Sin embargo, Lozano solo se diferencia de la mayoría de los políticos mexicanos en su expresión descarada, pero no en el fondo, pues si algo ha caracterizado al quehacer político en este país a lo largo de su historia es que ha estado dominado por pandillas de rufianes, aunque por ahí y por allá se encuentren algunas personas decentes que han logrado controlar su reflejo de vómito y han podido bregar sin batirse en el estercolero de corrupción que históricamente ha sido la vida pública nacional.

Sin pelos en la lengua, Lozano ha declarado, orondo, que si le reducen el sueldo se va a dedicar a robar, como si su salario como legislador fuera el pago que la sociedad mexicana le tuviera que hacer al extorsionador para que no la deprede más. Así, el senador Lozano se muestra como un claro ejemplo de un bandido que ha optado por la política como una forma de prolongar su bandidaje, como la manera para extraer rentas de la sociedad sobre la cual ejerce su dominio. Con sus dichos, el conspicuo calderonista no hace otra cosa que mostrar sin ropajes ni oropeles lo que en su origen define a la política, pues de acuerdo con la metáfora criminal sobre el nacimiento del Estado planteada hace dos décadas por Mancur Olson, el poder en su cuna no fue otra cosa que la institucionalización del robo de largo plazo por parte de grupos que justificaban su existencia en darle a la sociedad protección frente a otros ladrones más devastadores.

La metáfora de Olson equipara el origen del Estado al establecimiento de una banda de bandidos que se estaciona sobre una sociedad de productores de alimentos y exige que la mantengan a cambio de protegerla de los ataques de otras bandas de bandidos. En la medida en la que se extiende temporalmente el dominio, a los bandidos les interesa que la comunidad a la que roban prospere, porque así aumenta la cantidad de recursos de los que se pueden apropiar, pero si su horizonte temporal de robo se reduce, entonces se trataran de apropiar de una mayor proporción de la renta pública con lo que acabarán por matar a la gallina de los huevos de oro. Toda similitud con los dichos de Peña Nieto –cuyo descaro no es producto del cinismo abusivo, como el de Lozano, sino de la simpleza– con la realidad no es mera coincidencia.

En efecto, los Estados naturales son maquinarias extractoras de rentas en provecho de coaliciones estrechas de intereses que utilizan la ventaja comparativa en la violencia para vender protecciones particulares y privilegios a los productores de riqueza y a sus clientelas. La tasa de renta de la que se apropian estos cuerpos depredadores depende del horizonte temporal de sus agentes: cuando es de largo plazo suelen apostar más al crecimiento, mientras que cuando sus perspectivas de control de rentas son de corta duración, entonces intentarán llevarse lo más posible, a costa de la prosperidad general de la comunidad. De cualquier manera, las consecuencias distributivas y las perspectivas de desarrollo de este tipo de Estados son ineficientes y su capacidad de propiciar la generación de riqueza es limitada.

La mayor parte de los Estados que han existido a lo largo de la historia pertenecen a esta categoría. Sólo en los últimos dos siglos y medio se ha ido abriendo paso otro tipo de orden social, de acceso abierto, que tiende a generar condiciones para el crecimiento económico sostenido y con consecuencias distributivas menos abusivas. Y aunque México ha alcanzado la etapa madura de los Estados naturales, en la que se desarrollan los elementos que pueden dar paso a la transformación hacia un orden social de acceso abierto, el Estado mexicano sigue siendo esencialmente una maquinaria de extracción de rentas a cambio de protecciones particulares y privilegios, en la que la política se hace para el medro personal.

La tragedia mexicana es que, precisamente como resultado de la existencia de esta maquinaria depredadora controlada por una coalición estrecha de intereses, la política es casi la única vía de ascenso social que existe en el país. Como el acceso a la organización económica está fuertemente restringido, el emprendimiento productivo o mercantil no es un mecanismo al alcance de todos para prosperar, pues solo aquellos que son hijos de empresarios ya prósperos tienen posibilidades de dedicarse a los negocios privados. Así, solo la política es percibida como una actividad útil para ascender en la escala social y mejorar de situación económica. Solo desde la política se puede llegar a los altos puestos de la administración, pues la burocracia no es más que un espacio de reparto de parcelas de rentas entre las clientelas y las redes de lealtad de los políticos.

Las marañas regulatorias para hacer negocios, las barreras proteccionistas para formar partidos, las restricciones legales para formar sindicatos no son otra cosa que mecanismos que sirven para que los políticos vendad protecciones y privilegios, para garantizar la disciplina de sus clientelas o para impedir la organización social que pudiere restarles poder. Esa es la forma primitiva en la que opera lo público en este país.

El efecto en el sistema de incentivos sociales de esta forma de orden ha sido devastador. Como para ingresar al servicio público lo que se necesita es pertenecer a una red de lealtad, nada importa la buena formación ni el desarrollo de capacidades técnicas o profesionales. Como el entorno es incierto y no hay garantías jurídicas sólidas, en la empresa privada también se opta por el reclutamiento entre los parientes y los amigos, para reducir la incertidumbre a partir de las lealtades personales. Los políticos encumbrados garantizan la lealtad de sus clientelas con su discrecionalidad para dar y quitar empleo y aseguran sus fuentes de rentas con su capacidad discrecional para negociar la desobediencia de un sistema jurídico abigarrado, propicio para la extorsión.

Si por algún lado debe empezar la reforma de este contrahecho Estado es por quitarle a los políticos la capacidad de disponer arbitrariamente del empleo público para repartirlo entre clientes y validos. Mientras cada funcionario le deba el puesto al jefe político y este pueda despedirlo discrecionalmente, cada burócrata será un cómplice de la depredación, pues no tendrá ningún incentivo para contener el latrocinio.

Si de los que se trata es de construir un Estado moderno, no depredador, se debe empezar por construir servicios públicos profesionales, desde el barrendero o el policía de la esquina, a los que se ingrese por méritos y se avance y permanezca de acuerdo con el desempeño, no gracias a lealtad y disciplina lacayunas a cambio del derecho a utilizar la pequeña parcela de poder concedida para el beneficio personal. Sin discrecionalidad para repartir empleos y favores y sin prebendas jugosas como la que defiende Lozano, tal vez la política se pueda convertir en una actividad para la gente decente, con ganas de servir a la comunidad en lugar de robarla.