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El debate público

El pueblo como pretexto

 

 

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

03/12/2018

 

Si se cumplen sus propósitos la Cuarta Transformación propiciará que México cambie de época… pero hacia atrás. El mensaje inaugural del presidente López Obrador, su retórica ­populista y autolaudatoria, la cobertura de la televisión a su toma de posesión y sobre todo las promesas abundantes sin sustento claro, nos retrotraen a los años sesenta del siglo pasado.

Al presidente, para decirlo con un refrán como los que tanto le gustan, se le olvida que no todo tiempo pasado fue mejor. De hecho, ningún tiempo anterior fue mejor que el actual. Existe una tendencia civilizatoria que avanza a tumbos pero que siempre supone cambios en la sociedad y la cultura. Además hay un ­factor que se llama desarrollo económico que propicia que estemos menos peor que en el pasado. El desarrollo mexicano ha sido ­inaceptablemente inicuo, ­pero hoy tenemos mejores condiciones que hace medio siglo.

Sin embargo para Andrés Manuel López Obrador la economía cerrada de los años sesenta, las fronteras bloqueadas al intercambio comercial, la inflación contenida y la congelada paridad del peso, entre otros ­factores, son el paradigma que debemos alcanzar. Se le olvida que en 1960 la tercera parte de los mexicanos mayores de 15 años no sabía leer  ni escribir; 50 años después, 5 de cada 100 son analfabetas.

En 1960, 4 de cada 10 mexicanos con más de 15 años no tenían escolaridad alguna, hoy son menos del 5%. Sólo uno de cada 100 tenía instrucción universitaria, ahora son 17 de cada cien. La esperanza de vida de quienes nacieron en 1960 era de 58 años, ahora, de 77. Esas cifras y otras con las que se podría contrastar el escenario mexicano en el último medio siglo, indican avances pero también rezagos. Cada punto porcentual en esos rubros significa centenares de miles de mexicanos sin derechos ­básicos a la educación o la salud. Pero nuestra circunstancia no es como la de los años 60.

El presidente López Obrador tiene una noción idealizada, o ideologizada, del país de esa época. Elogia la gestión de Antonio Ortiz Mena, Secretario de Hacienda durante dos sexenios y subraya que era abogado y no economista, como si serlo fuese una desventaja. Al presidente lo rodean algunos economistas que podrían explicarle que las cifras macroeconómicas dicen poco si no se les compara con el desarrollo social. Y los politólogos, si es que hay alguno por allí, le harían un gran servicio al presidente, y al país, si le dijeran al licenciado AMLO que los déficit en materia de bienestar sólo pueden mantenerse con una sociedad aletargada o aherrojada.

La de los años 60 era una sociedad amedrentada por el poder político. Durante el gobierno del presidente Adolfo López Mateos, cuyo de­sempeño admira López Obrador, fueron reprimidos ferrocarrileros y maestros y fueron asesinados dirigentes sociales como Rubén Jaramillo. En el segundo sexenio del periodo ortizmenista, que AMLO considera ejemplar, el presidente se llamaba Gustavo Díaz Ordaz y no hace falta recordar cómo fue su relación con la sociedad. La unanimidad forzada de aquellos años volvió este primero de diciembre durante la toma de posesión de López Obrador y los festejos que le siguieron, al menos en la reseña que hacían los locutores de la cadena nacional de televisión. La adjetivación desmedida, la ausencia de contexto y el ampuloso culto a la personalidad, trajeron de vuelta costumbres del ­viejo presidencialismo hierático que creíamos superado por el régimen político.

El entorno de adulaciones obstaculiza la discusión necesaria sobre los compromisos del nuevo presidente. Más allá de la opinión que se tenga acerca de sus muchos y en ocasiones disparatados proyectos, la enorme duda es cómo los vamos a pagar. Tren Maya y tren transístmico, un millón de hectáreas de árboles frutales, nueva refinería, ampliacion de puertos marítimos, aeropuerto en Santa Lucía, 10 millones de becas, pensiones a viejos y a discapacitados, créditos a la palabra y una infinidad de etcéteras cuyo precio nadie ha alcanzado a estimar, forman parte de esas abundantes promesas.

El nuevo presidente asegura que no aumentará impuestos ni contratará más deuda. Sin esas opciones, la única fuente de recursos adicionales a los que tiene hoy el Estado es la supuesta recuperación que hará del dinero que se pierde por la corrupción.

Pero a la corrupción, dice que la enfrentará “sin perseguir a nadie”. La confianza del presidente en la capacidad de sus admoniciones para revertir la corrupción puede ser conmovedora, pero también muy inquietante. Si de veras enfrenta la desigualdad social, habrá comenzado a cumplir sus numerosas promesas y merecerá extendidos aplausos. Pero sin recursos suficientes, con una economía que describe como desastrosa, con un gasto abultado tanto por inercias ya existentes como por los muchos y nuevos planes y sin nuevos ingresos, la pregunta fundamental es ¿cómo, Señor Presidente?

Mientras no haya respuestas precisas, el discurso benefactor de López Obrador puede tropezar con la desdichada realidad y, entonces, quedarse en una ordinaria pero muy costosa demagogia. El nuevo presidente dice que no le importa “la parafernalia del poder”. Pero construye su propia parafernalia con una afectada combinación de recursos simbólicos que van desde el todavía hueco discurso pobrista, hasta los desplantes de populismo ramplón. Cuando López Obrador dice “Yo me hinco donde se hinca el pueblo”, hay que preocuparse, porque esa retórica, en el mundo y especialmente en América Latina, no ha servido para reivindicar a los pobres sino para tomarlos como coartada.