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El debate público

El ultimátum

Adolfo Sánchez Rebolledo

La Jornada

09/07/2015

Europa se prepara para darle una lección al gobierno y al pueblo griego que dijo no al programa defendido formalmente por la troika. Si bien Tsipras obtuvo un extraordinario triunfo moral, ahora sabe que si desea permanecer en la euorozona tendrá que hacer concesiones difíciles y afrontar golpes severos en temas bandera, como la restructuración de la deuda en la perspectiva de un crecimiento sostenible, pero tendrá que resistir para mantenerse al frente de la gran coalición interna que inspira el cambio, aunque nada será igual en Europa a partir de ahora. Merkel y Hollande quieren unanimidad en el Consejo de Europa como un recurso frente a la soberanía directa, popular, ejercida por los griegos. Pero la crisis no ha terminado y sus secuelas no desaparecerán mediante un compromiso sin rectificaciones del curso seguido hasta ahora.

En los círculos de poder está de moda culpar a Tsipras y a Varofaufakis por no tomar en serio las reglas del juego y precipitar la crisis sin reconocer que, ideológica y prácticamente, dichas prescripciones están detrás de las causas que condujeron al desastre y, por tanto, a la reacción de Siryza a favor de otra política. Ensimismados en su juego –esa suerte de pedagogía mediática universal–, los responsables de la ortodoxia europea (más allá de su insensibilidad humanitaria) sólo ven sucesos económicos que no registran el reajuste que se está produciendo en la sociedad global, sin reconocer la creciente inviabilidad de un orden que marca un abismo entre la conducción de la economía y sus representaciones políticas en un contexto general de creciente desigualdad y agudización de los conflictos.

De un plumazo, vimos cómo se enterraban en el limbo de la estabilización las lecciones acerca de la gran crisis que nos puso en las disyuntivas de hoy, minimizando todo intento de sostener una hipótesis distinta que no fuera la dictada por los poderes financieros… o en su defecto por el mero propagandismo voluntarista de los epígonos en la antigua periferia. No extraña la aparición de los terceristas que están contra los extremos pero no cuestionan jamás el modelo en que se funda la reproducción de la injusticia. Por eso tiene razón el primer ministro italiano, Matteo Renzi, cuando señala que más que una solución técnica para Grecia, lo importante es una solución política para Europa.

Contra el sentido común de los financieros convertido en ideología no solamente se han pronunciado figuras como Paul Krugman, Piketty o J. Stigliz, así como un nutrido grupo de economistas que desde Londres exigen a la canciller Merkel una profunda rectificación, sino que también han roto lanzas filósofos de la talla de Jürgen Habermas, preocupados por la trivialización de la relación subordinada de la política y economía, y más concretamente de los gobernantes a los banqueros, los acreedores que sólo admiten cuentas por cobrar, al punto que su actitud no es más que la renuncia a la política en el corazón de Occidente. Ver para creer.

Antes de que todas las cartas estuvieran sobre la mesa, uno de los prohombres de las instituciones, Jean-Claude Juncker, corrió a declarar que el nuevo gobierno de Siryza nada cambiaría porque agregó: No puede haber una elección democrática contra los tratados europeos. ¿Y que podía hacer un gobierno recién elegido con una votación mayoritaria en contra de las políticas de ajuste y austeridad impuestas durante años? ¿Someterse al trato humillante de sus predecesores? ¿Renunciar a ganar posiciones dentro de Europa, invitándola a participar? Por eso tiene razón Habermas al preguntarse si la democracia así concebida no es más que un decorado controlado por los banqueros para funcionar en una Europa incompleta que exige grandes reformas para ser algo más que una unión monetaria. El caso griego es sintomático. Escribe Habermas: El resultado de las elecciones griegas representa el voto de una nación que se defiende con una mayoría clara contra la tan humillante como deprimente miseria social de la política de austeridad impuesta al país. El propio sentido del voto no se presta a especulaciones: la población rechaza la prosecución de una política cuyo fracaso ha experimentado de forma drástica en sus propias carnes. Investido de esta legitimación democrática, el gobierno griego ha intentado inducir un cambio de política en la eurozona. Y ha tropezado en Bruselas con los representantes de otros 18 gobiernos, que justifican su rechazo remitiendo fríamente a su propio mandato democrático. Ahora que Europa lanza el ultimátum… ¿la democracia entonará el canto del cisne? Veremos el domingo.