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El debate público

Estridencia y evidencias

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

31/01/2022

Estridencia y desvergüenza hacen una combinación desastrosa. Cuando se les propala desde el poder político, sus consecuencias resultan funestas. Mientras más surgen denuncias de corrupción y ardides en su entorno cercano, el presidente López Obrador muestra un tono crecientemente desencajado y camorrista.

El discurso contra la corrupción, que ha sido uno de los mayores aciertos del presidente, se desmorona ante tropelías como las de su secretaria de Educación. La señora Delfina Gómez despojó a 550 trabajadores del municipio de Texcoco, que ella gobernaba, del 10% de sus salarios durante dos años. Ese dinero fue trasladado a Morena. El atraco fue investigado y sancionado por el INE y a mediados de enero el Tribunal Electoral confirmó esa resolución. Con todo y esa decisión de una autoridad jurisdiccional, el presidente López Obrador, en vez de destituirla, defiende a la señora Gómez. Nuestra Secretaría de Educación Pública está en manos de una delincuente.

La incultura de los chanchullos, favorecida por la impunidad que otorga el gobierno, se extiende en amplias zonas de la vida pública.

Habrá votación para la supuesta revocación de mandato. Los promotores de esa consulta reunieron los 2.8 millones de firmas necesarias pero con numerosas irregularidades. Entre casi 1.4 millones de firmas que recibió por vía digital y cerca de 9.8 en papel, el INE capturó los datos de 4.4 millones. De esas firmas sometidas a revisión, más del 22% tenían inconsistencias. Se trata de más de 990 mil firmas duplicadas, de personas fallecidas o que no tienen derechos políticos, entre otras irregularidades.

Como ya se habían reunido las firmas necesarias para que haya consulta, el INE dejó de revisar casi 6.7 millones. Si entre ellas hay la misma proporción de firmas irregulares, entonces se puede estimar que los promotores de la consulta entregaron 2.4 millones de firmas falsas (990 mil entre las que sí fueron contabilizadas y millón y medio entre las que no lo fueron).

Pero además el INE verificó las firmas que cumplían con los requisitos legales, haciendo visitas domiciliarias a partir de una muestra estadística de 850 personas. De ellas, pudo entrevistar a 645. Entre los ciudadanos así consultados el 75.04% dijo que sí había firmado para apoyar la revocación de mandato pero el 24.96% negó haber suscrito esa petición.

Si los resultados de esa muestra se extrapolan a las firmas que cumplieron los requisitos (y que habrían sido 8.5 millones, aunque como ya apuntamos el INE no las revisó todas) se puede considerar que, entre ellas, habría más de 2.1 millones de personas cuyos datos eran correctos pero que no suscribieron el respaldo a la revocación. En suma, se puede presumir que hubo 4.5 millones de firmas irregulares y/o falsas entre las que fueron entregadas en apoyo a esa consulta.

Esa consulta se realizará, como quiere el presidente. Sus seguidores reunieron, de manera sobrada, las firmas necesarias. Pero al mismo tiempo adulteraron y/o simularon las firmas de millones de ciudadanos.

Honradez y austeridad, que son valores reivindicables, pierden sentido y se vuelven demagogia ante el contraste que significan trampas como las de quien ocupa el escritorio de José Vasconcelos, o de quienes entregaron firmas fraudulentas para la consulta de revocación. Ese discurso se desbarata con las revelaciones sobre las residencias en donde ha vivido, en Houston, el hijo mayor del presidente López Obrador. Más allá de la ostentación y la piscina, que pueden ser asunto de cada quien, el problema ético, pero quizá además legal, se encuentra en que José Ramón López Beltrán vivía en una casa propiedad de un directivo de una empresa petrolera internacional que tiene contratos con el gobierno mexicano.

Quienes en 2014 se indignaron porque la casa de la esposa del presidente Peña Nieto fue adquirida con apoyo de un grupo constructor que buscaba licitaciones con el gobierno, tendrían que decir al menos lo mismo de la casa en donde vivía López Beltrán. Sin embargo, la inconsecuencia y la doble moral van de la mano con la avidez y el fanatismo políticos. Mientras tanto, el presidente López Obrador quiere que desaparezca la secretaría ejecutiva del Sistema Nacional Anticorrupción que incorpora a ciudadanos a la vigilancia de esas tareas.

En cambio a quienes sí cumplen con sus responsabilidades legales, pero sin someterse a los caprichos oficiales, el gobierno y su partido los infaman. El presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Gutiérrez Luna, se hizo grabar en el Metro haciendo campaña contra el INE y sus consejeros. En el video que difundió aparecen dos o tres personas que aplauden sus arengas.

Unos días antes el diputado Gutiérrez organizó una encuesta en Twitter con una pregunta en contra de dos consejeros electorales. Para su sorpresa, el 68% de quienes respondieron lo hicieron a favor de los consejeros. Gutiérrez borró la encuesta pero hubo tuiteros prevenidos que la copiaron y difundieron. Ahora ese diputado de Morena hizo un video en el que sólo incluyó respuestas que respaldan su manía persecutoria. De manera grotesca y peligrosa Gutiérrez Luna se esfuerza para complacer al presidente, a quien disgustan la autonomía y el trabajo de los consejeros del INE.

Ante las trampas en sus propias filas, el presidente responde con una creciente exaltación retórica. En una sola de sus arengas matutinas arremete contra estudiantes del CIDE, reporteros que exigen garantías para trabajar, becarios del Conacyt privados de sus remuneraciones, consejeros electorales, niños con cáncer o familiares de víctimas de Covid-19. Cada problema, lo convierte en pretexto para culpar a otros. Cuando reportero mencionó el asesinato de la periodista Lourdes Maldonado en Tijuana —que tiempo atrás fue a una de esas conferencias para solicitarle al presidente que la protegiera— exigió “que no de haga politiquería” y reclamó “por qué preguntar ahora de ese tema”.

En cada uno de los asuntos en los que se documentan ausencias, fallas o excesos de su gobierno, el presidente evade su responsabilidad. Esa estridencia, sin embargo, no oculta las evidencias que tanto incomodan a López Obrador.