Jacqueline Peschard
La Crónica
11/11/2020
Los cuatro días de incertidumbre y tensión que siguieron a la jornada electoral del 3 de noviembre en EUA pueden extenderse, por la renuencia de Trump, no sólo a litigar ciertos resultados en una contienda muy reñida, sino a provocar la protesta enardecida de sus seguidores, en un país virtualmente dividido en dos. Esta situación que es extraordinaria para nuestros vecinos del norte, para nosotros, es familiar, porque fue parte del panorama electoral de los últimos lustros del siglo XX, en que vivimos importantes conflictos postelectorales.
La aceptabilidad de la derrota es una de las palancas esenciales de un régimen democrático, justamente porque revela la vigencia de las instituciones y la confianza de los ciudadanos y de los actores políticos en las reglas del juego político y esa fue la constante en las elecciones de una de las democracias más asentadas del mundo. En cambio, en México, la desconfianza en los comicios fue una convicción social arraigada durante buena parte del periodo de predominio de un solo partido, la cual se expresó con dramatismo en 1988, con la llamada “caída del sistema” que dejó una huella de ilegitimidad no sólo sobre el gobierno de Salinas de Gortari, sino sobre el sistema político todo. Aquellas elecciones “parteaguas” catapultaron la reforma del sistema electoral, con miras a despojar al gobierno del control de los comicios para dotar de credibilidad a nuestras elecciones y hacerlas competitivas y plurales.
A pesar de que, en nuestro país, tenemos un sistema electoral que en su forma y mecánica actual apenas tiene 25 años de vida, en 2006, ya en plena época democrática, los muy reñidos resultados de la elección presidencial -de apenas 0.5% entre los dos candidatos punteros- resucitó el fantasma de la vieja normalidad del cuestionamiento de los resultados en la calle, y no a través de los cauces institucionales. De hecho, el presidente López Obrador ha invocado aquella disputa electoral para no reconocer el virtual triunfo de Biden, en tanto no se desahoguen todos los litigios judiciales que interponga Trump.
La gran diferencia entre lo que sucede hoy en nuestro vecino del norte y las costumbres electorales en nuestro país es que, a pesar de lo obsoleto del sistema norteamericano, que sigue aferrado a evitar que el voto directo de los ciudadanos determine quién llega a la Casa Blanca, ha funcionado razonablemente bien, porque ha estado centrado en la confianza de los estadounidenses en sus instituciones y la adhesión de los grandes partidos a las reglas del juego existentes, tanto formales como informales. Pero, dicha fortaleza institucional puede ponerse en jaque por el llamado de una figura política disruptiva y grosera como la de Donald Trump. La ola de inconformidad de 70 millones de votantes, que son sus seguidores, y que evidencian la ruptura política e ideológica de la nación, puede dejar heridas difíciles de sanar para la gobernabilidad del país, al menos en el corto plazo.
En cambio, el sistema electoral mexicano está edificado sobre la desconfianza, por eso está sobrerregulado, para no dejar prácticamente nada al azar, ni a la intervención de otros actores, como sí sucede en los EUA, donde los medios de comunicación juegan un papel central en la difusión de los resultados, más por costumbre que como parte de la regulación electoral. Al contrario, nuestra legislación prevé una cantidad enorme de candados para blindar el padrón electoral; para evitar la partidización en el recuento de los votos, abriéndose a todos los observadores posibles; para contar con resultados la misma noche de la elección (PREP) y para tener cauces legales especializados para desahogar los litigios jurisdiccionales.
El sustrato de desconfianza explica por qué en estos 25 años, nuestro sistema electoral ha seguido en constante proceso de ajustes, lo cual, también nos distingue de nuestro vecino. Aunque compartimos con los EUA un sistema federal, en el plano de las elecciones, el norteamericano es muy descentralizado, mientras el nuestro ha venido transitando hacia uno más centralizado que, en 2014, llevó a que se edificara una autoridad nacional en el plano administrativo, como ya lo era en el ámbito jurisdiccional. En EUA, sólo la Comisión Federal Electoral tiene ese carácter, pero su competencia sólo concierne al financiamiento de campañas.
El sistema electoral norteamericano es tan abigarrado como el nuestro, pero aquél responde a la tradición descentralizadora, movida por el temor a la dictadura de las mayorías, mientras que el nuestro está tercamente enfocado a desmontar la desconfianza de ciudadanos y los actores políticos en la autoridad electoral. Al final, nuestro sistema electoral ha estado expuesto a tal cantidad de retos para probar su solvencia institucional, que hoy está mejor equipado para hacerle frente a reclamos y litigios sobre el conteo y el recuento de votos.
Independientemente de las peculiaridades de nuestros sistemas electorales, los grandes desafíos para la legitimidad de las elecciones provienen, más de la conducta de actores políticos provocadores o disruptivos como Trump, que de lo complejo de los ordenamientos legales. Como bien han señalado Levisky y Ziblatt en “Cómo mueren las democracias” (2018), en los EUA, tradicionalmente los partidos políticos fueron palancas de estabilización en las contiendas electorales, pero la llegada de Trump con su estilo arrogante y provocador, desquició dicho muro de contención. En nuestro país, los partidos políticos han estado lejos de jugar ese papel estabilizador, por ello, la apuesta ha sido dotar de amplias facultades regulatorias a nuestras autoridades electorales autónomas para que sean ellas quienes impriman certeza a las elecciones. Ese es nuestro aprendizaje.