Fuente: La Crónica
Ciro Murayama
La propuesta del Ejecutivo federal en materia de ingresos contempla crear un nuevo gravamen del 2 por ciento a todo el consumo. También propone aumentar del 28 al 30 por ciento la tasa más alta que se paga a través del Impuesto Sobre la Renta (ISR), así como poner límites a la consolidación fiscal de las empresas (que implica compensar pérdidas y ganancias de distintas firmas pertenecientes a un mismo grupo) con una retroactividad de cinco años.
Las críticas a esas medidas son conocidas: a) en una época de recesión no debe elevarse el impuesto al consumo, porque lo debilita aún más, y en un país como México ese impuesto parejo resulta disparejo, dada la desigualdad en el ingreso de los hogares; b) no se gana subiendo el impuesto a los ingresos de los productores cuando esos ingresos están cayendo; c) no puede haber retroactividad de las medidas fiscales en contra de las empresas. Si esto es así, entonces, ¿cómo es posible conseguir mayores recursos?
La primera respuesta es que se conseguirán mayores recursos en la medida en que la economía mexicana pueda crecer, pero para que crezca necesita estímulos al consumo y la inversión. Eso sólo lo puede hacer el gobierno incurriendo en cierto déficit público: el promedio de la OCDE está alrededor del 9 por ciento, y el de los países emergentes en 4.5 por ciento del PIB, por lo cual México tiene margen para gastar más de lo que propone el Ejecutivo. Así, la prioridad ahora es enfrentar la crisis, no ampliar la recaudación.
Una segunda consideración tiene que ver con la oportunidad de pensar en impuestos novedosos. Algunos de ellos (como se sugiere en el documento “México ante la crisis: hacia un nuevo curso de desarrollo”, disponible en www.unam.mx son gravar las ganancias de capital y las transacciones financieras. Este tipo de iniciativas, que han tenido múltiples detractores entre los circuitos financieros y gubernamentales de nuestro país, sin embargo, empiezan a cobrar carta de naturalidad en las consideraciones de distintos líderes mundiales, y conste que no me refiero a Hugo Chávez.
Al contrario, quien está sugiriendo un impuesto al capital es, por ejemplo, Ángela Merkel. La canciller alemana, cuyo partido de militancia es la derecha democrática alemana, solicitó lo siguiente a unos días de volver a ganar las elecciones en su país: “Pedimos al FMI que nos haga una propuesta, y una posibilidad es un impuesto a las transacciones en los mercados” (El País, 02-10-09). En la misma sintonía está el presidente francés, el también conservador Nicolas Sarkozy, quien da su respaldo “a una tasa sobre las actividades financieras más especulativas y que asuman mayores riesgos” (Ibíd.).
Se podrá decir que tanto Francia como Alemania provienen de una tradición donde el Estado tiene una alta injerencia en las actividades económicas, pero incluso desde uno de los países más favorables al liberalismo financiero, como es el Reino Unido, se valora la viabilidad de que se impongan tributos a la especulación financiera. Adain Turner, que encabeza el organismo regulador de la City de Londres, “se ha mostrado favorable a la introducción de un impuesto global a la banca, una especie de tasa Tobin, que limite las excesivas ganancias de las entidades y, a resultas, reduzca las bonificaciones a sus directivos” (El País, 28-08-09). (La llamada tasa Tobin, cuyo nombre se asocia a James Tobin, ganador del Premio Nobel en 1981 e impulsor de la idea, consiste en establecer un impuesto a los movimientos financieros para evitar que la volatilidad de los llamados capitales golondrinos afecte la actividad real de las economías nacionales).
En España, el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, sumido en una coyuntura de crisis y de desbalance del sector público, propone aumentar los impuestos a las ganancias del capital, esto es, a los intereses bancarios, dividendos, ganancias por ventas de acciones o fondos de inversión, plusvalías por compraventa de casas, rendimientos obtenidos en seguros de vida, etcétera.
En lo que toca a gravar las transacciones financieras, en América Latina hay ejemplos exitosos. En 1996 lo hizo Brasil. En ese caso, “los impuestos sobre transacciones financieras implican gravar las actividades de los mercados bancarios, mercados de valores (Bolsas), mercados cambiarios o cualquier otra actividad relacionada con el mercado financiero en general. Y el impuesto sobre el débito bancario, un subconjunto de los impuestos sobre las transacciones financieras, tiene como base imponible a todas las aquellas transacciones bancarias que impliquen un movimiento de recursos financieros, escriturado o físico, dentro del sistema bancario” (Santos Ruesga y Julimar Da Silva, “La fiscalización de los capitales golondrinos en América Latina. El caso de Brasil” en Configuraciones, núm. 20). Con ese tipo de gravámenes, Brasil pudo aumentar su recaudación en más de uno por ciento, por ejemplo.
Hay, pues, campo de acción para ampliar la recaudación tributaria del Estado mexicano sin incurrir en impuestos que generen mayor desigualdad. Los gravámenes a las ganancias del capital en primer lugar no castigarían la inversión productiva; tampoco serían contra ganancias derivadas del trabajo, es decir, no se afectarían los salarios; tendrían la ventaja de no recargarse en la población pobre y, finalmente, contribuirían a reducir la volatilidad de la economía en su conjunto.
A la luz de lo que ocurre en el mundo, México tiene la oportunidad de plantearse los gravámenes a las ganancias de capital y a las transacciones financieras. Nuestro problema no es externo, pues nadie nos va a castigar por seguir los pasos que se plantean incluso al seno del G-20 y del FMI, sino que nuestros obstáculos siguen siendo los intereses que aún dominan la discusión fiscal doméstica.