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El debate público

Iglesia y sexualidad

José Woldenberg

Reforma

18/02/2016

La tensión mayor -la zona de desencuentros más amplia- entre la Iglesia Católica y franjas relevantes de la sociedad es la que tiene que ver con asuntos de salud y/o sexualidad. Y es que eso que llamamos modernidad está procesando con nuevos códigos temas que desbordan los corsés tradicionales. Se trata de asuntos que hoy pueden resolverse alejados de las recetas añejas gracias a los avances científicos y a una actitud más flexible -más comprensiva- que se ensancha gracias a la secularización imparable de las sociedades. (Esa dimensión contrasta con otras en las que la Iglesia ha intentado «ponerse al día», como la encíclica Laudato si en relación al cambio climático). Veamos.

Gracias a los anticonceptivos hoy el ejercicio de la sexualidad puede escindirse de la reproducción. Lo que durante siglos parecía indisoluble hoy se encuentra claramente separado (o puede estar separado). La mujer, la pareja, el hombre, tienen a su alcance una serie de fórmulas para tener relaciones sexuales y no procrear. Eso ha dilatado los grados de autonomía de las personas, multiplicado su libertad, permite modelar el número de hijos que se desean y desliga el placer de la reproducción. Y por supuesto millones de personas acuden al expediente de los anticonceptivos y logran evitar tener hijos no deseados. El problema es que la Iglesia no se atreve a ver como algo normal y benéfico esas prácticas y entra en conflicto con quienes las realizan. En México, por ejemplo, el porcentaje de mujeres católicas que usan o han utilizado algún método anticonceptivo seguramente es alto y lo hacen de espaldas a las prescripciones de «su» Iglesia.

La interrupción del embarazo es otro eslabón de esas tensiones. La mujer debe tener el derecho -por lo menos durante las primeras semanas de la gestación- de decidir si quiere o no concluir con su embarazo. Nadie tiene o debería tener la potestad para obligarla a consumar un proceso que hoy puede y debe ser voluntario. Nadie hace la apología del aborto, nadie lo concibe como un método anticonceptivo, pero millones de mujeres en el mundo lo practican por múltiples razones, y la más reiterada es porque no quieren -en ese momento- tener descendencia o incluso más descendencia. Pues bien, son muchas las naciones que ante el fenómeno del aborto han decidido respetar la decisión de la mujer, legislando en consecuencia y ofreciéndole la atención médica necesaria para llevar a cabo la interrupción del embarazo en las mejores condiciones de salud posibles. Lo han «despenalizado». Y la reacción de la Iglesia lejos de ser comprensiva, sigue desatando campañas contra las mujeres que acuden a ese expediente extremo.

Hoy en el mundo se expande la convicción de que la sexualidad humana es diversa, de tal suerte que existen parejas -matrimonios- entre hombres y mujeres pero también entre personas del mismo sexo. Ese reconocimiento es uno de los eslabones que permite a las personas vivir su sexualidad con dignidad y sin acoso. Es una condición para una coexistencia armónica, que le cierra el paso a la persecución, maltrato y humillaciones que a lo largo del tiempo han resentido los homosexuales por el simple hecho de serlo. Pues bien, en ese renglón también la Iglesia no logra ponerse al día. De tal suerte que muchos creyentes viven tensionados entre sus inclinaciones sexuales y los mandatos de una Iglesia que los convierte en pecadores.

Lo mismo se puede decir del divorcio. Resulta un auténtico logro civilizatorio que si una pareja quiere disolver su vínculo matrimonial lo pueda hacer. Lo contrario resulta aberrante: obligar a dos personas a seguir conviviendo a pesar de que entre ellas estén rotos los lazos de afecto y comprensión mínimos no lleva más que a la construcción de infiernos íntimos. Otra vez, no se trata de andar promoviendo el divorcio, sino de establecerlo como una opción civilizada cuando las condiciones para la vida en común se han dislocado. Es además el terreno en el cual la voz de la Iglesia es cada vez menos potente y pertinente, porque la secularización de las sociedades tiende a darle la espalda a fórmulas inflexibles que atan de una vez y para siempre a las personas.

Tengo la impresión de que los retos mayores de la Iglesia para sintonizarse con el presente pasan por las cuestiones enunciadas. Y un poco de realismo, un acoplamiento mejor con los avances de la ciencia y un mucho de tolerancia, quizá ayudarían a la Iglesia a limar algunas de las tensiones que mantiene con millones de seres humanos.