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El debate público

Indignación moral y política

José Woldenberg

Reforma

09/04/2015

Hay mucha indignación moral en el escenario público. Es una buena nueva. Sin ese resorte nada se puede cambiar. Si mal no entiendo las fuentes fundamentales de ese malestar se encuentran en el círculo perverso de actos de corrupción que quedan impunes y en la violación escandalosa de derechos humanos cuyo eslabón más escalofriante fue la entrega de 43 estudiantes normalistas a una banda delincuencial por parte de la policía. Esa indignación ha sacudido el ambiente y expresa un hartazgo saludable ante prácticas que corroen la de por sí contrahecha convivencia.

Pero al mismo tiempo, esa ola también ha desatado un resorte de desprecio mayúsculo por la política y el mundo institucional. Esto último, me temo, no podrá llevarnos muy lejos, aunque puede contribuir a hacer más agrios los humores públicos y a multiplicar la frustración.

Escribió el maestro Adolfo Sánchez Vázquez (Ética y política. FCE-UNAM) que política sin moral es puro pragmatismo. Pero que la moral sin política deriva en llano «principismo». La política para él tenía dos dimensiones: la ideológica, «construida por los fines que persigue y que considera valiosos» y la práctica-instrumental, las acciones o los medios a las que recurre. Estancarse en la sola dimensión ideológica acaba desembocando en un «utopismo estéril», en una proclamación de la buena nueva que no puede hacerse realidad; pero ser succionado por la dimensión práctica sin horizonte, sin valores, conduce a un pragmatismo cerril. Este último es más que proclive a expulsar a la moral de su radar. O el fin justifica todos los medios o los medios acaban siendo todo y construyendo día a día el perfil del sujeto. No hay espacio para consideraciones morales. (Por ello, porque la moral no es un dique suficiente para contener las pasiones y los intereses que desata la política, es que tratamos de modelarla con leyes, con normas vinculantes obligatorias).

La moral, en este caso la indignación moral, es una reacción básica ante situaciones que nos resultan inaceptables. Sin esa tensión anímica no hay nada más que pasividad o cinismo. Pero de manera esquemática, hay dos actitudes diferentes derivadas de dicha indignación: a) los que le dan la espalda a la política, b) los que desean transformar la indignación en política.

A) Son tantos y tan frecuentes los actos que repugnan de la política que no son pocos los que deciden alejarse de ella. Su indignación, su desencanto, acaba por despreciar a la política, una zona de desastre a la que identifican con lo peor de lo peor. Así, colocados en una plataforma de superioridad moral descalifican, en bloque, todo lo que surge de ella. Es más o menos sencillo, porque en política -más si es democrática- no basta enunciar ciertos objetivos o valores, sino que hay que hacerlos avanzar a través de un laberinto complejo de regulaciones, instituciones e intereses. Y eso no solo hace tortuoso el quehacer político, sino en ocasiones produce acuerdos en donde es menester ceder, intercambiar, no lograr lo óptimo. Los principistas, por el contrario, se conforman con proclamar su verdad, desentendiéndose del sinuoso galimatías de la realidad. Son superiores moralmente, incontaminados, jamás cederán ni un ápice… pero difícilmente harán realidad sus proclamas. Esa indignación moral sin política no lleva muy lejos.

B) La indignación moral ha conducido a muchos a organizarse para hacer avanzar diferentes causas y no temen hacer política en el sentido amplio o restringido del término. Defensores de los derechos humanos, ecologistas, feministas, gays, y súmele usted, han generado una vital -aunque todavía débil- trama de activismo social. Superando la parálisis a la que lleva la sola indignación moral, han hecho de ella un motor para la actividad político-social. Han construido diagnósticos, pulido propuestas, realizado denuncias y movilizaciones y dado visibilidad pública a sus preocupaciones y programas. Y quienes mejores resultados han obtenido no han erigido un mundo aparte, son aquellos que no han despreciado influir y/o trabajar en o con el mundo institucional. Otros hacen política en términos «ortodoxos»: desde los partidos, las instituciones representativas y los gobiernos. No solo tiene sentido sino que si los puentes entre la sociedad civil y la sociedad política se fortalecen ambas pueden crecer, robustecerse, retroalimentarse y dotar de significado a esa actividad hoy tan despreciada pero insubstituible a la que llamamos política. Quizá política recargada de moral.